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Vida y sufrimiento
El caminar humano encierra la inevitable conjunción de vida y muerte, de alegría y de dolor. Hay horas de triunfo, de goce, de satisfacción; y también de sufrimiento, de amargura, de soledad.
La vida humana, con todo lo que supone de afirmación, posesión y alegría, aparece sin embargo marcada por la sombra de la muerte, presente en la caducidad que el ayer revela, en la inseguridad del futuro no dominado, en la fragilidad de lo actual. El hombre toca cada día con sus propias manos el sufrimiento -aunque a veces apenas se perciba- de no contar plenamente con el dominio de su ser y de su existir; de estar a merced de fuerzas que le imponen eventos que le contrarían, que limitan sus posibilidades, que obstaculizan sus proyectos, que le roban el fruto de sus trabajos, que ahogarán un día su aliento. Desde esta perspectiva, el arte de vivir consiste en saber componer alegrías y tristezas, sin dejarse abatir por unas ni exaltarse excesiva mente por las otras.
Hay personas que desarrollan una especie de insensibilidad apática, acallando exigencias del corazón; o que fomentan una forma de superficialidad que cierra las puertas del alma a los acontecimientos históricos; o se conforman con una especie de resignación cínica, convencidos de que todo terminará mal y de que la vida consiste tan sólo en tomar lo mejor de lo que pasa ante nosotros. Otros componen fórmulas más valientes, que saben acoger el dolor -necesario compañero de viaje- como signo del amor, y descubren en el sufrimiento la condición de lo valioso y perenne. Pero nadie vive sin apostar por alguna solución y aplicarla a su caso. En cristiano, san Pablo ofrece una fórmula basada en la fe y en la experiencia del amor paterno de Dios: «Todas las cosas concurren al bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Omnia in bonum , abreviaba san Josemaría, recogiendo este pensamiento del Apóstol
Todo sufrimiento supone de algún modo un desafío para la criatura humana; la interpela sobre el sentido último de lo que dice y hace, la somete a examen.
Hasta cierto punto, lo más costoso del dolor no se queda en el sufrimiento que lo constituye cuanto en el misterio de su sentido. Ante lo que contraría y hace sufrir surgen las preguntas: ¿por qué esto?, ¿por qué ahora?, ¿por qué debe morir una persona tan joven y tan valiosa?, ¿por qué me sucede a mí, precisamente? La rebeldía humana se alimenta en gran medida de esos sucesos dolorosos; sobre todo, porque los juzga sin sentido.
¿Quién nos enseñará a aceptar el dolor sin rebeldías, con paz? ¿Quién resolverá esta paradoja de la existencia humana y la explicará satisfactoriamente? Los maestros humanos no lo han logrado. El Hijo de Dios, que padeció y murió por nosotros en la Cruz, es el único que lo ha enseñado de modo perfecto; es el Maestro y el Modelo. Él, con obras y palabras, educa verdaderamente para vivir y morir, para gozar y sufrir (cfr. Jn 6, 68; Hch 1,1).
No hay amor verdadero sin sacrificio ni sentido del sacrificio sin amor
Jesús no ocultó a sus discípulos la necesidad del sufrimiento. Así lo manifiesta claramente en muchas ocasiones: en el sermón de las bienaventuranzas; cuando envía por primera vez a los Apóstoles a anunciar la llegada del reino; en la última noche, al confirmarles en la elección y advertirles del odio del mundo; cuando en repetidos momentos les anticipa que el Hijo del hombre debe morir y que ellos también deberán sufrir. «Es necesario que el Hijo del hombre padezca muchas cosas, y sea condenado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que sea muerto y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 22-23).
Les descubrió, luego, que en el amor se encuentra la clave que explica la utilidad y el sentido del dolor. Se sufre porque se ama: porque se tiene interés en cosas y personas; porque se busca agradar y ayudar a quien se quiere, aun en lo que personalmente cuesta. Por amor se sufre para que otros disfruten; se acepta la muerte para que otros vivan; se renuncia a lo que se posee para que otros se beneficien. No hay amor verdadero sin sacrificio, como carece de sentido el sacrificio sin amor. Aprender a vivir es también aprender a sufrir por amor, a encajar el dolor como piedra de toque del verdadero cariño.
Pero se trata de una lección trabajosa y, no raramente, larga, especialmente si el alma se resiste a asimilar lo que la existencia le enseña de mil formas. El corazón se rebela contra esta ley de la criatura humana: se empeña en gozar, en eternizar sin esfuerzo la felicidad. La inteligencia se inquieta ante una realidad que desconcierta, porque el dolor se niega a presentarse perfectamente explicado. La fantasía rehúye los parajes de la realidad corriente y prefiere divagar por otros inventados, donde no hay problemas y todo termina siempre del mejor modo.
La disciplina interior para reducir el corazón a sus justos términos, para dominar la inteligencia y controlar la imaginación, se manifiesta especialmente ardua, sobre todo porque debe actuarse siempre, no bastan un día ni dos. Cuando parecía que ya se había alcanzado, la experiencia de un nuevo sufrimiento -físico o moral- levanta de nuevo la crisis. Y la persona se queja y protesta, porque considera que resulta imposible sobrellevar la contrariedad, califica de injusto el evento mortificante, y estima inaceptable el imprevisto.
Jesús nos enseña que «nadie tiene mayor amor, que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13); y El así procedió. Por devolver la vida a Lázaro, comprometió la suya: al contemplar a Lázaro resucitado, «los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo y decían: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales" (...). Desde ese día, decidieron darle muerte» (Jn 11, 47. 53).
Por devolver a los hombres la salud de la gracia, Cristo entregó su vida humana en la Cruz; su cuerpo fue flagelado y crucificado; su sangre, derramada para que los pecados de los hombres fueran cancelados y todos pudieran tener vida eterna. De este modo, «el sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En tanto el hombre se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia-, en cuanto a su manera completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo» (Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 24).
Esta colaboración se realiza de modo eminente en la Eucaristía. Jesucristo no sólo nos ha enseñado la posibilidad de abrir el sufrimiento al amor, sino que instituyó este sacramento, memoria y actualización de su pasión redentora, también para ayudarnos a gustar la ciencia de sufrir, amando a Dios y a los demás. De este modo, la redención operada por Cristo en el Calvario, y «obrada en virtud del amor satisfactorio, permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano. En esta dimensión -en la dimensión del amor- la redención ya realizada plenamente, se realiza, en cierto sentido, constantemente. Cristo ha obrado la redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar.
»De este modo, con tal apertura a cada sufrimiento humano, Cristo ha obrado con su sufrimiento la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta redención, aunque realizada plenamente con el sufrimiento de Cristo, vive y se desarrolla a su manera en la historia del hombre. Vive y se desarrolla como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta dimensión cada sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de Cristo» (Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 24).
JAVIER ECHEVARRÍA