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I. Tratar al Señor con amistad y confianza.
En la vida corriente, el llamar a una persona por su nombre indica familiaridad. «Suele suponer un paso decisivo en una amistad, aun casual, el que dos personas empiecen, sin esfuerzo y sin embarazo, a llamarse mutuamente por sus nombres de pila. Y cuando nos enamoramos, y todas nuestras experiencias se hacen más agudas y las cosas pequeñas significan tanto para nosotros, hay un nombre propio en el mundo que arroja un hechizo sobre nuestros ojos y oídos, cuando lo vemos escrito en la página de un libro o cuando lo oímos en una conversación; su simple encuentro nos estremece. Este sentido de amor personal fue el que personas como San Bernardo dieron al nombre de Jesús». También para nosotros el Señor lo es todo, y por eso le tratamos con toda confianza.
Mons. Escrivá de Balaguer nos aconseja: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre -Jesús- y a decirle que le quieres».
A un amigo le llamamos por su nombre. ¿Cómo no vamos a llamar a nuestro mejor Amigo por el suyo? El se llama JESUS; así lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno. Dios mismo fijó su nombre por medio del Ángel. Con el nombre queda señalada su misión: Jesús significa Salvador. Con El nos llega la salvación, la seguridad y la verdadera paz: Es el nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno.
¡Con cuánto respeto y con cuánta confianza a la vez hemos de repetirlo! También, y de modo especial, cuando nos dirigimos a El en nuestra oración personal, como ahora: «Jesús, necesito...», «Jesús, yo querría...».
El nombre era de gran importancia entre los judíos. Cuando a alguien se le imponía un nombre se quería expresar lo que había de ser en el futuro. Si no se conocía el nombre de una persona, no se conocía a ésta en absoluto. Tachar un nombre era suprimir una vida, y cambiarlo suponía alterar el destino de la persona. El nombre expresaba la realidad profunda de su ser.
Entre todos los nombres, el de Dios era el nombre por excelencia. Este debe ser bendito ahora y siempre, desde la aurora al ocaso, pues es digno de alabanza de la mañana a la noche. En una de las peticiones del Padrenuestro rogamos precisamente que sea santificado el nombre del Señor.
En el pueblo judío, el nombre se imponía en la circuncisión, rito instituido por Dios para señalar como con una marca y contraseña a quienes pertenecían al pueblo elegido. Era la señal de la Alianza que Dios hizo con Abraham y su descendencia, y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El incircunciso quedaba excluido del pacto y, por tanto, del pueblo de Dios.
En cumplimiento de este precepto, Jesús fue circuncidado al octavo día, como decía la Ley. María y José cumplieron lo que estaba legislado. «Cristo se sometió a la circuncisión en el tiempo en que estaba vigente -dice Santo Tomás- y así su obra se nos ofrece como ejemplo a imitar, para que observemos las cosas que en nuestro tiempo están preceptuadas» y no busquemos situaciones de excepción o privilegio cuando no hay razón para ello.
F.F. CARVAJAL