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I. El Señor es el Maestro de todos los hombres. Es nuestro único Maestro.
Al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escu¬chándoles y preguntándoles.
Los rabinos solían comentar en el Templo la Sagrada Escritura. Para los forasteros de Jerusalén era ésta la única ocasión de ver y oír a los maestros más relevantes de Israel. Los oyentes tomaban asiento sobre esteras alrededor del maestro y podían intervenir, y también ser preguntados sobre el texto que se explicaba. Las preguntas y respuestas de Jesús, aunque de acuerdo con su edad, llamaron poderosamente la atención de todos: Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas.
Cuando comience su vida pública, el Evangelista nos dirá que las gentes se maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Oyéndole, las multitudes se olvidaban del hambre y del frío de la intemperie. Nunca se opuso a que el pueblo le llamase profeta y maestro, y a sus discípulos les decía: Vosotros me llamáis maestro y señor, y hacéis bien, porque lo soy.
Con frecuencia Jesús utiliza la expresión: Pero Yo os digo. Quiere indicarnos que su doctrina tiene una fuerza especial: es el Hijo de Dios quien habla. Y se oyó una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo muy amado. Escuchadle. Desde entonces ya no hay otro a quien escuchar.
Moisés os dijo..., pero Yo os digo. Los antiguos profetas se presentaban como portavoces de Dios: Así habla Yahvé, declaraban después de sus discursos. Jesús habla en nombre propio (cosa que jamás había hecho ningún profeta), e imparte una enseñanza divina. Precisa el sentido y el alcance de los mandamientos de Dios recibidos por Moisés en el Sinaí, corrige falsas interpretaciones. Sus preceptos, siguiendo la misma revelación del Antiguo Testamento, son sin embargo absolutamente nuevos. Nadie como El ha mostrado la soberanía de Dios y, al mismo tiempo, su cualidad de Padre amorosamente preocupado de las cosas del mundo y, sobre todo, de sus hijos, los hombres. Nadie como El ha señalado la verdad fundamental del hombre: su libertad interior y su intocable dignidad.
La vida de Jesús fue una predicación incesante. Habló en las sinagogas, a la orilla del lago, en el Templo, en los caminos, en las casas, en todas partes. Su doctrina nos ha sido transmitida, fidelísima y sustancialmente completa, a través de los Evangelios. Mucho más hizo Jesús; si se escribiera todo, creo que las obras escritas no cabrían en el mundo entero, nos dice San Juan al terminar su Evangelio. Pero todo lo esencial lo conocemos tal y como sucedió, tal y como lo enseñó el Maestro. Nuestro único Maestro. Junto a El nos sentimos seguros. Siempre dice a cada uno lo que necesita oír. Leyendo el Evangelio unos minutos todos los días con corazón leal, meditándolo despacio, uno se siente empujado a repetir con San Pedro: Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Sólo Tú, Señor. Examinemos cómo y con qué atención leemos el Evangelio.
F.F. CARVAJAL