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Para que no desfallezcan en el camino y lleguen a Casa
San Marcos refiere en varias ocasiones la preocupación de Cristo por los que le siguen, también por su alimentación corporal. Una de esas veces, Jesús divisó « reunida de nuevo una gran muchedumbre que no tenía qué comer» y comentó a sus discípulos: «Siento profunda compasión por la muchedumbre, porque ya hace tres días que permanecen junto a mí y no tienen qué comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues algunos han venido desde lejos». Jesús obró el milagro de la multiplicación de los panes: « Tomando los siete panes, después de dar gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los distribuyeran; y los distribuyeron a la muchedumbre. Tenían también unos pocos pececillos; después de bendecirlos, mandó que los distribuyeran. Y comieron y quedaron satisfechos, y recogieron de los trozos sobrantes siete espuertas. Los que habían comido eran alrededor de cuatro mil, y los despidió» (Mc 8, 1-9).
Esa estupenda preocupación del Maestro revela otra más profunda sobre nuestra salud espiritual: el Señor quiere que recorramos bien nuestro paso por la tierra y entremos en la Casa del Padre. Así lo ha entendido la Tradición de la Iglesia, que ha descubierto en la multiplicación de los panes una figura del alimento eucarístico. Somos muchos los que hemos venido de lejos, los que sabíamos poco de las delicadezas de Dios, los que no conocíamos los gestos del amor y de la misericordia de Cristo. ¡Nos quedaba tanto trecho por recorrer! En realidad, todos los discípulos del Maestro nos sentimos así; y necesitamos que Él nos alimente y nos transmita fuerzas, que nos dé el Pan de los hijos. Y Cristo nos lo entrega con su generosidad divina. La Eucaristía se nos muestra verdaderamente como viático: consuela y ayuda a perseverar en el camino, a afrontarlo bien, a ser hijos fieles y tender de veras a la santidad.
Los Padres de la Iglesia han considerado también como «tipo» de la Eucaristía el pan y el agua que el ángel ofreció a Elías: con aquel refrigerio, el profeta anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta coronar el monte Horeb (cfr. 1 Re 19, 1-8). Antes, agotado, descansando a la sombra de un enebro, incapaz de continuar, abatido por la angustia, aquel hombre había renunciado ya a seguir luchando; el pan y el agua que le vinieron de lo Alto le confirieron el empuje y la fuerza para recomenzar y cumplir la misión recibida de Dios.
El cuarto evangelista habla de esta misma realidad desde otra perspectiva, a partir de unas palabras de Jesús durante la última Cena: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo hubiera dicho, porque voy a prepararos un lugar; y cuando haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde Yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). ¿Qué significa que Jesús desde el Cielo «nos prepara un lugar»? Los teólogos y los autores espirituales han apuntado respuestas diversas. San Agustín comenta que prepara moradas porque prepara a sus moradores (San Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 68). Y, en definitiva, como enseña también la Carta a los Hebreos, significa que Jesús en el Cielo sigue intercediendo por nosotros ante el Padre (cfr. Hb 7, 25). Podemos concluir que un aspecto de esa intercesión celeste se realiza a través de la Presencia de Jesús glorioso en el Sacramento de la Pasión. También añade san Agustín que preparar moradas significa construir la casa de Dios ayudando a sus miembros a vivir de fe; es edificar la Iglesia; y también desde ese punto de vista resulta lógico reconocer la acción de Jesús glorioso en la Eucaristía.
Para que se identifiquen plenamente con el Hijo
Profundizar en la acción de Jesús sobre sus discípulos a través de este sacramento, nos obliga a considerar su finalidad específica. Recogía antes las palabras del Concilio tridentino sobre la transubstanciación. En verdad, la Eucaristía se define como el sacramento del cambio, de la conversión más maravillosa y real: lo que era pan, deja de serlo para convertirse en el cuerpo de Cristo, lo que era vino se cambia en su sangre. Y este santo sacramento obra la completa transformación sobrenatural del hombre.
La transformación de la criatura humana en Cristo, de la que habla y en la que se goza constantemente la Escritura, no puede entenderse como adquisición superficial de ciertos elementos espirituales. Con frase de san Pablo, esa transformación entraña «revestirse» de Cristo (cfr. Gal 3, 27; Rm 13, 14), ser como Él; más exactamente: «ser Él», de modo que con el Apóstol pueda exclamar el cristiano: «Vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
En la Eucaristía, Cristo nos asimila a Sí. Le comemos nosotros, pero Él nos transforma y nos conforma con quien es el Unigénito del que nos eligió y predestinó. Como justamente observa san Cirilo de Jerusalén, nos hace concorpóreos suyos, consanguíneos suyos (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XX II, 1). Se comprende que san Agustín, contemplando la luz inaccesible de la Verdad que es Dios, pudiera oír de lo alto una voz que le anunciaba: «Yo soy alimento de grandes. Crece y me comerás; pero no me transformarás tú en ti, sino que tú te transformarás en mí (San Agustín, Confesiones, V II, 10).
Transformarse en Cristo significa identificarse con el Hijo, paso absolutamente necesario para alcanzar el fin del camino. La meta de la vida humana, según el designio de Dios, se alcanza con la visión amorosa del Padre, a la que llega el hombre cuando logra la plena identificación con el Hijo. Cristo ha dicho explícitamente: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11, 27). «Revelarlo» supone comunicar la Palabra que manifiesta al Padre; y creer en esa revelación exige que se acoja esa Palabra, que a su vez significa participar de la Filiación divina que es el Verbo. Durante la vida terrena, esa Palabra se recibe de manera imperfecta, en la fe; en la vida celestial, el hombre la asumirá perfectamente, en la visión gloriosa, como dice san Pablo: «Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto (...). Ahora vemos como en un espejo, oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13, 10.12).
San Juan relaciona específicamente esta dinámica con el desarrollo de la filiación divina: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él. Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Por eso decimos que el hombre puede ver al Padre sólo si está plenamente identificado con el Hijo.
Esa identificación se inicia en el sacramento del Bautismo, puerta del camino cristiano. Pero en el Bautismo la filiación divina se nos otorga como sucede con la vida a un recién nacido; después, debe crecer más y más con el impulso y la luz del Paráclito, según la disposición divina y con la correspondencia del hombre a la gracia. El mismo Cristo se ocupa de acompañar a su discípulo en ese recorrido. También por este motivo se queda en la Eucaristía como alimento; de forma que sus discípulos logren participar cada vez más plenamente de su Filiación divina. Jesús Eucaristía es para todos Camino que lleva a la Casa del Cielo, porque en la Eucaristía se ha hecho viático, senda que conduce progresivamente -al cristiano que lo trata y recibe con las debidas disposiciones- a la completa identificación con Él. A esta finalidad se abre el camino: a la visión cara a cara del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
JAVIER ECHEVARRÍA