-
I. Jesús es invitado a comer por un fariseo.
El Evangelio de la Misa relata la invitación hecha a Jesús por un fariseo rico llamado Simón. Comenzado ya el banquete, y de modo inesperado para todos, se presentó una mujer pecadora que había en la ciudad. Es una ocasión más para que Jesús muestre la grandeza de su Corazón y de su misericordia; desde el primer momento esta mujer se sintió, a pesar de su mala vida, comprendida, acogida y perdonada. Quizá ya había escuchado antes a Jesús, y los propósitos de un cambio de vida que surgieron entonces llegan ahora a su culminación. El amor a Cristo le ha dado la audacia para presentarse en medio de esta comida, hecho más sorprendente si se tienen en cuenta las costumbres judías de aquella época. Los comensales se debieron de sentir confusos y asombrados. La pecadora pública es el centro de sus miradas y pensamientos. Quizá por esto no repararon en el descuido de las normas tradicionales de hospitalidad.
Jesús sí es consciente de estos olvidos de Simón. Las palabras del Señor dejan entrever que los echa de menos, como echó en falta el agradecimiento de aquellos leprosos que después de curados ya no volvieron más. La tosquedad de Simón se pone particularmente de manifiesto ante las muestras de amor de la mujer, que llevó un vaso de alabastro con perfume, se puso detrás, a los pies de Jesús, y se puso a bañarlos con sus lágrimas y los ungía con el perfume. La delicadeza de esta mujer con el Señor es como el espejo donde se reflejan con más claridad las faltas de hospitalidad y de atención que se debían tener con Él, como huésped de honor.
Ante los juicios negativos y mezquinos de los comensales para con la mujer, Jesús no tiene ningún reparo en mostrar la verdadera realidad la realidad ante Dios, que es la que cuenta de las personas allí presentes. Vuelto hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume. Y, enseguida, la recompensa más grande que puede recibir un alma: Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Después, unas palabras inmensamente consoladoras para los pecadores para nosotros de todos los tiempos: aquel a quien menos se le perdona menos ama. Las flaquezas diarias las mismas caídas, si el Señor las permitiera nos deben llevar a amar más, a unirnos más a Cristo mediante la contrición y el arrepentimiento.
Entonces le dijo a ella: Tus pecados te son perdonados. Y la mujer se marchó con una gran alegría, con el alma limpia y una vida nueva por estrenar.
F.F. CARVAJAL