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I. El ejemplo de San Pablo.
El trabajo es un don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo «el signo de un bien arduum, según la terminología de Santo Tomás (...). Y es no sólo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta». Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre «se hace más hombre», más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.
El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el pecado original, pero que constituye el «quicio de nuestra santidad y el medio sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el bien a todos». Es como la columna vertebral del hombre, en la que se sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio terminar... «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia»; el hombre, por su trabajo.
San Pablo, como leemos en la Primera lectura de la Misa, señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de comportarse con ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie... . Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie. El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.
Hoy, en nuestra oración serena y sosegada, hemos de tener presente que este mismo espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que se vivió entre los primeros cristianos, lo espera también el Señor de nosotros. Uno de los escritos más antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: «Todo el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis (...). Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo; estad alerta contra los tales».