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I. Ejemplaridad de vida. Con las obras hemos de mostrar que Cristo vive.
Leemos en el Evangelio de la Misa cómo previene el Señor a sus discípulos contra los escribas y fariseos, que se habían sentado en la cátedra de Moisés y enseñaban al pueblo las Escrituras, pero su vida estaba muy lejos de lo que enseñaban: Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. Y comenta San Juan Crisóstomo: «¿Hay algo más triste que un maestro, cuando el único modo de salvar a sus discípulos es decirles que no se fijen en la vida del que les habla?».
El Señor pide a todos ejemplaridad de vida en medio de afanes diarios y de un apostolado fecundo. Muchos ejemplos admirables de santidad tenemos a nuestro alrededor, pero hemos de pedir para que, entre los cristianos, los gobernantes, las personas influyentes, los padres de familia, los maestros, los sacerdotes y todos aquellos que de alguna manera han de ser el buen pastor para otros, sean cada día más y más santos. El mundo tiene necesidad de ejemplos vivos.
En Jesucristo se da en plenitud la unidad de vida, la unión más honda entre palabras y obras. Sus palabras expresan la medida de sus obras, que son siempre maravillosas y acabadas. Hoy hemos visto cosas increíbles, dicen las gentes después de que perdonara los pecados al paralítico y le curara. Los mismos fariseos exclamaban en su desconcierto: ¿Qué haremos? Pues este hombre realiza muchas maravillas. Pero ellos rechazaron el testimonio que proclamaban las obras y se hicieron culpables: Si Yo no hubiera hecho entre ellos lo que ningún otro hizo jamás, no tendrían pecado. En otras ocasiones ya les había invitado a creer por lo que a todos era manifiesto: Creed al menos por mis obras. El Señor considera sus hechos como un modo de dar a conocer su doctrina: Estas mismas obras que hago testifican de Mí. Acciones y palabras, en la vida oculta y en su ministerio público, proclaman la verdad única de la revelación.
Con hechos de la vida corriente, vivida con heroísmo, hemos de mostrar a todos que Cristo vive. La vocación de apóstol -y todos la hemos recibido en el momento del Bautismo- es la de dar testimonio, con obras y palabras, de la vida y doctrina de Cristo: Mirad cómo se aman, decían de los primeros cristianos. Y las gentes quedaban edificadas de esta conducta, y tenían la simpatía de todo el pueblo, nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y como consecuencia, el Señor aumentaba todos los días el número de los que habían de salvarse. Los convertidos a la fe aprovechaban todas las oportunidades para dar razón de su esperanza, para comunicar su alegría a los demás: los que se dispersaron, andaban de un lugar a otro predicando la palabra del Señor. Muchos dieron el supremo testimonio de la fe que profesaban mediante el martirio. Y hasta ese extremo estamos dispuestos nosotros, si el Señor nos lo pidiera. El mártir, con su aparente locura, se convierte para todos en una fuerza poderosa que lleva a Cristo: muchos se convertían al contemplar el martirio. De ahí el nombre de mártir, que significa testigo, testimonio de Cristo.
A nosotros, de ordinario, el Señor nos pedirá el testimonio cristiano en medio de una vida corriente, empeñados en unos quehaceres similares a los que han de realizar los demás: «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama».
F.F. CARVAJAL