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I. El ejemplo de Cristo.
De manera bien diferente a como muchos fariseos se comportaban con el pueblo, Jesús viene a librar a los hombres de sus cargas más pesadas, echándolas sobre Sí mismo. Venid a Mí todos los fatigados y agobiados -dice Jesús a los hombres de todos los tiempos-, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera.
Junto a Cristo se vuelven amables todas las fatigas, todo lo que podría ser más costoso en el cumplimiento de la voluntad de Dios. El sacrificio junto a Cristo no es áspero y rebelde, sino gustoso. Él llevó nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas. El Evangelio es una continua muestra de su preocupación por todos: «en todas partes ha dejado ejemplos de su misericordia», escribe San Gregorio Magno. Resucita a los muertos, cura a los ciegos, a los leprosos, a los sordomudos, libera a los endemoniados... Alguna vez ni siquiera espera a que le traigan al enfermo, sino que dice: Yo iré y le curaré. Aun en el momento de la muerte se preocupa por los que le rodean. Y allí se entrega con amor, como víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.
Nosotros debemos imitar al Señor: no sólo no echando preocupaciones innecesarias sobre los demás, sino ayudando a sobrellevar las que tienen. Siempre que nos sea posible, asistiremos a otros en su tarea humana, en las cargas que la misma vida impone: «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes.
»-¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!».
Nunca deberá parecernos excesiva cualquier renuncia, cualquier sacrificio en bien de otro. La caridad ha de estimularnos a mostrar nuestro aprecio con hechos muy concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de aligerar a los demás de algún peso, de proporcionar alegrías a tantas personas que pueden recibir nuestra colaboración, sabiendo que nunca nos excederemos suficientemente.
Liberar a los demás de lo que les pesa, como haría Cristo en nuestro lugar. A veces consistirá en prestar un pequeño servicio, en dar una palabra de ánimo y de aliento, en ayudar a que esa persona mire al Maestro y adquiera un sentido más positivo de su situación, en la que quizá se encuentre agobiada por hallarse sola. Al mismo tiempo, podemos pensar en esos aspectos en los que, de algún modo, a veces sin querer, hacemos un poco más onerosa la vida de los demás: los caprichos, los juicios precipitados, la crítica negativa, la falta de consideración, la palabra que hiere.
F.F. CARVAJAL