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8 junio 2026

PRENDA DE VIDA ETERNA

I. Un adelanto del Cielo.

Iesu, quem velatum nunc aspicio... Jesús, a quien ahora veo escondido, te pido que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el rostro ya descubierto, sea yo feliz con la visión de tu gloria. Amén.
Un día, por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre. Le distinguiremos enseguida, y Él nos reconocerá y saldrá a nuestro encuentro, después de tanta espera. Ahora le vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga y los mismos gozos... Pero le hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le adoramos, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles que le alaban sin fin en el Cielo, pues este sacramento «aúna el tiempo y la eternidad».
La Sagrada Eucaristía es ya un adelanto y garantía del amor que nos aguarda; en ella «se nos da una prenda de la gloria futura». Nos da fuerzas y consuelo, nos mantiene vivo el recuerdo de Jesús, es el viático, las «viandas» necesarias para recorrer el camino, que en ocasiones puede hacerse cuesta arriba. «Al anunciar la Iglesia en la celebración eucarística la muerte del Señor, proclama también su venida. Anuncio que va dirigido al mundo y a sus propios hijos, es decir, a sí misma». Nos recuerda que nuestros cuerpos, recibiendo este sacramento, «no son ya corruptibles, sino que pose en la esperanza de la resurrección para siempre» . El Señor lo reveló claramente en la sinagoga de Cafarnaún: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día.
Jesús, a quien ahora vemos oculto -Iesu quem velatum nunc aspicio...-, no ha querido esperar el encuentro definitivo, que tendrá lugar después de la jornada de trabajos aquí en la tierra, para unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en el Santísimo Sacramento, nos hace entrever lo que será la posesión en el Cielo. En el Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier momento en que queramos visitarle. «Allí está como detrás de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías (Cant 2, 9). Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros».