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10 junio 2026

LAS GRACIAS ACTUALES

I. Necesidad de la gracia para realizar el bien.

La naturaleza humana perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que había sido elevada por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la integridad y del orden interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de la suficiente fortaleza en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales que conoce. Obrar el bien se hizo difícil después de la aparición del pecado sobre la tierra. Y «esto es lo que explica la íntima división del hombre -enseña el Concilio Vaticano II-. Toda la vida humana, la individual y colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas».
La ayuda de Dios nos es absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a la vida sobrenatural. No es que nosotros seamos capaces de pensar algo como propio, sino que nuestra capacidad viene de Dios. Además, tras el pecado de origen esa ayuda se hace más necesaria. «Nadie por sí y por sus propias fuerzas se libera del pecado y se eleva sobre sí mismo; nadie queda completamente libre de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud»; todos tenemos necesidad de Cristo modelo, maestro, médico, liberador, salvador, vivificador. Sin Él nada podemos; con Él, lo podemos todo.
Aunque la naturaleza humana no está corrompida por el pecado de origen, experimentamos -incluso después del Bautismo- una tendencia al mal y una dificultad para hacer el bien: es el llamado fomes peccati o concupiscencia, que -sin ser en sí mismo pecado- procede del pecado y al pecado se inclina. La misma libertad, aunque no ha sido suprimida, está debilitada.
Entendemos así, a la luz de esta doctrina, que nuestras buenas obras, los frutos de santidad y apostolado, son en primer lugar de Dios; en segundo término -muy en segundo término-, resultado de haber correspondido como instrumentos, siempre flojos y desproporcionados, de la gracia. El Señor nos pide que tengamos en cuenta siempre la pobreza de nuestra condición, evitando el peligro de una fatua vanidad. Porque a menudo -afirma San Alfonso María de Ligorio- «el hombre dominado por la soberbia es un ladrón peor que los demás, porque roba no bienes terrenales, sino la gloria de Dios (...). En efecto, según el Apóstol, por nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni siquiera tener un buen pensamiento (cfr. 2 Cor 3, 5) (...). Y ya que esto es así, cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: Te devolvemos, Señor, lo que de tu mano recibimos (1 Cron 29, 14)». Esto hemos de hacer con cualquier fruto que nos encontremos en las manos: ofrecerlo de nuevo a Dios, pues bien sabemos que lo malo, la deficiencia, es nuestra; la belleza y la bondad son de Él.
F.F. CARVAJAL