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I. Fe y correspondencia a la gracia. Purificar nuestra alma para ver a Jesús.
Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón salta de gozo por el Dios vivo, leemos en la Antífona de entrada de la Misa. Y para penetrar en la morada de Dios es necesario tener un alma limpia y humilde; para ver a Jesús hacen falta buenas disposiciones. Nos lo muestra, una vez más, el Evangelio de la Misa.
El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Allí todos le conocen: es el hijo de José y de María. El sábado asistió a la sinagoga, según era su costumbre. Jesús se levantó para la lectura del texto sagrado, y escogió un pasaje mesiánico del profeta Isaías. San Lucas recoge la extraordinaria expectación que había en el ambiente: enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó; todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Habían oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas más extraordinarias en Nazaret.
Sin embargo, aunque al principio todos daban testimonio a favor de Él, y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de sus labios, no tienen fe. Jesús les explica que los planes de Dios no se fundan en razones de patria o de parentesco: no basta con haber convivido con Él. Es necesaria una fe grande.
Utiliza algunos ejemplos del Antiguo Testamento: Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio. Se conceden las gracias del Cielo, sin limitaciones por parte de Dios, sin tener en cuenta la raza -Naamán no pertenecía al pueblo judío-, la edad o la posición social. Pero Jesús no encontró buenas disposiciones en los oyentes, en la tierra donde se había criado, y por esto no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo de José, el que les hacía las mesas y les arreglaba las puertas. ¿No es éste el hijo de José?, se preguntaban. No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba.
Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. -Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...-Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!».
La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios.