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6 marzo 2026

ABORRECER EL PECADO

I. Nuestros pecados y la Redención. El verdadero mal del mundo.

Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.
La liturgia de estos días nos acerca poco a poco al misterio central de la Redención. Nos propone personajes del Antiguo Testamento que son imágenes de Nuestro Señor. Hoy, la primera lectura de la Misa nos habla de José, que mediante la traición de sus hermanos llegó a ser, providencialmente, el salvador de la familia y de toda aquella región. Es figura de Cristo Redentor.
José era el hijo predilecto de Jacob, y por encargo de su padre va en busca de sus hermanos. Recorre un largo camino hasta encontrarles: les lleva buenas noticias de su padre y también alimentos. Al principio sus hermanos —que le envidian y le odian por ser el predilecto— pensaron en matarle; más tarde le venden como esclavo, y así es conducido a Egipto. Dios se sirve de esta circunstancia para, años más tarde, darle un alto puesto en aquel país. En tiempos de gran hambre será el salvador de sus hermanos, a quienes no tiene en cuenta su crimen, y la tierra de Egipto, donde se asentaron las tribus israelitas por benevolencia de José, se convirtió en cuna del pueblo elegido. Todos los que acuden en demanda de ayuda al faraón son envia¬dos a José: id a José, les decía siempre.
También el Señor vino para traer la luz al mun¬do, enviado por el Padre: vino a su casa y los suyos no le recibieron... les mandó a su hijo, diciéndose: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero. Venid, lo matamos y nos quedamos con la herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Así hicieron con el Señor: lo sacaron fuera de la ciudad y lo crucificaron.
Los pecados de los hombres han sido la causa de la muerte de Jesucristo. Todo pecado está relacionado íntima y misteriosamente con la Pasión de Jesús. Sólo reconoceremos la maldad del pecado si, con la ayuda de la gracia, sabemos relacionarlo con el misterio de la Redención. Sólo así podremos purificar de verdad el alma y crecer en contrición de nuestras faltas y pecados. La conversión que insistentemente nos pide el Señor, y de modo particular en este tiempo de Cuaresma, mientras nos acercamos a la Semana Santa, debe partir de un rechazo firme de todo pecado y de toda circunstancia que nos ponga en peligro de ofender a Dios. La renovación moral de la que tan necesitado está el mundo, parte de esta convicción profunda: «(...) en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado». Por el contrario, «la pérdida del sentido del pecado es una forma o un fruto de la negación de Dios (...). Si el pecado es la ruptura de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria». Nosotros no queremos borrar al Señor de nuestra vida, sino que cada vez esté más presente en ella.
«Podemos afirmar muy bien —dice el Santo Cura de Ars— que la Pasión que los judíos hicieron sufrir a Cristo era casi nada, comparada con la que le hacen soportar los cristianos con los ultrajes del pecado mortal (...). ¡Cuál va a ser nuestro horror cuando Jesucristo nos muestre las cosas por las cuales le hemos abandonado!». ¡Qué necedades a cambio de tanto bien! Por la misericordia divina, con la ayuda de su gracia, nosotros no le vamos a dejar, y procuraremos que muchos que están lejos se acerquen.
F.F. CARVAJAL