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María llega a casa de Isabel
Cuando despuntó el alba, Miriam salió a la puerta de la casa. Ante ella se extendían los montes de Judea, como olas congeladas de un mar rosáceo-violeta en la penumbra de la mañana. Inspiró profundamente el aire fresco y seco. Galilea y Nazaret eran preciosos, más hermosos, con más color, pero aquí estaba su patria, la tierra rocosa, desnuda, en la que se crió. Amaba estos montes aunque le producían un extraño temor.
Oyó unos pasos a su espalda. Era la mujer del dueño de la casa, que salía también. Estiró los brazos y se desperezó. Ahora Miriam podía ver que la mujer era muy joven todavía. No tenía el cuerpo estropeado, pero el dolor había dejado huellas en su cara. La juventud de la mujer debía de rebelarse contra el infortunio. Pero en este momento, frente a las montañas y ante la mañana, todo en ella parecía despertar a la vida. La cara reflejó por un instante una expresión de alegría. Pero se apagó enseguida. Volvió la expresión de tristeza y de dolorosa espera.
—Esta noche Lázaro ha llorado menos que otros días —dijo—. Habrás podido descansar, entonces. Yo también he dormido profundamente. Hacía, tiempo que no dormía tan bien. No tenía que haberme dormido así.
—Tienes que dormir para reponer fuerzas.
Hizo con la mano un gesto de desaliento y sollozó profundamente. Su corazón buscaba esperanza, pero el recuerdo sacaba a flote el dolor como el día extrae de la penumbra las formas en ella sumergidas.
—¡De qué me sirven estas fuerzas! El sacerdote va a venir mañana. Vendrá con gente que se llevará a mi hijo... ¡Y podríamos haber sido tan felices!... —se le escapó a la mujer.
—Prueba un remedio más. Sé que cuando se cubre una piel muerta con rodajas de cebolla a veces se cura.
—¡Hemos probado tantas cosas! —suspiró.
—Prueba éste también. Y rézale al Altísimo.
—Hemos ofrecido tantos sacrificios...
—Pídele otra vez.
Estaban una frente a otra delante de las montañas que el sol limpiaba de niebla.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó la mujer—. ¿Seguirás sola o vas a esperar a Simeón?
—No sé si podrá caminar...
—No se irá ni hoy ni mañana. Duerme y está muy agotado. No lo esperes. Tienes probablemente tus cosas que hacer. Nosotros le cuidaremos y luego los hombres le llevarán a la ciudad.
—Si es así, entonces me marcharé.
—Vete. ¿Tienes probablemente prisa por reunirte con algún pariente?
—Sí. Lo has adivinado. Quisiera llegar cuanto antes a donde voy...
—Puedes irte tranquila. Has hecho una buena acción y el Altísimo te lo premiará...
Negó ligeramente con la cabeza. Tenía ganas de decir: Él me ha dado tanto, que más no se puede... Pero no sabría decírselo a nadie y menos a esta mujer cuyo dolor acechaba detrás de cada momento de olvido.
—¿Cómo se llama vuestro pueblo? —volvió a preguntar.
—Betania. Si vuelves a pasar algún día por aquí, no dejes de visitarnos.
—No lo olvidaré. Que la paz esté contigo.
—Y contigo, muchacha.
* * *
Entró en la ciudad por la puerta que hay al pie de la esquina del Templo. El muro que coronaba la roca cortada formaba una pared alta, vertical. Bastaba con mirar hacia arriba para sentirse mareado.
Antes de cruzar la puerta bajó al valle del Cedrón por una carretera que seguía la ladera del monte cubierta de olivos. El sendero pedregoso serpenteaba entre troncos rechonchos que parecían hinchados. Mientras bajaba tenía ante los ojos el frontispicio del Templo reluciente bajo el sol. Sus paredes se alzaban por encima del pórtico suspendido sobre el precipicio. Allí en el Templo, era evidente, ya habían finalizado los rituales matutinos, pues ahora, de los andamios colocados en las murallas, se oía, repetido por el eco, el golpeteo de los martillos y de las hachas. Aún proseguían los trabajos para rematar la construcción. Herodes, según se decía, se recreaba pensando que realizaba una obra extraordinaria. Se sentía orgulloso de este Templo. No escatimaba dinero para su construcción. Reclutaba obreros de todo el país y mandaba que fueran muy bien pagados. Las puertas recubiertas de oro y de plata parecían arder bajo el sol. Su resplandor parecía deslizarse por las espinas doradas colocadas en el tejado para protegerlo de los pájaros.
En cierto momento se detuvo en el sendero. Notó algo nuevo que no estaba cuando aún no se había mudado a Nazaret y veía el Templo con frecuencia. En el frontispicio, por encima de la puerta de bronce de Nicanor, allí donde antes había colgado un racimo de uvas fundido en oro, abría ahora sus alas un pájaro dorado. Los peregrinos que volvían de Jerusalén lo mencionaban, hablando con indignación de la blasfemia del rey que había mandado colocar en la pared del Templo un águila romana. Esta águila había profanado el Templo.
Miró el pájaro y bajó maquinalmente la cabeza. Educada en casa de un sacerdote, sabía que la Ley prohibía representar la imagen de un ser vivo. Si así lo exigía la Ley, pensaba, es porque lo quería el Altísimo. Causaba horror pensar que alguien se oponía a Su voluntad. El no deseaba ser confundido con cualquier ser creado. Entonces ¿quién será —se le ocurrió—, El que ha sido milagrosamente concebido? ¿Nacerá normalmente como cualquier ser humano? ¿Será un niño que vivirá entre niños y animales o un Ser misterioso alejado de todo lo que vive? ¿Qué será? Si va a ser mi hijo, ¿será un hombre?
Continuó rápidamente su camino. Corría hacia abajo para huir de aquellos pensamientos. No los quería. Deseaba entregarse totalmente a la voluntad del Altísimo. En el fondo del valle había un torrente. Estaba casi seco del todo. Podía ser vadeado por cualquier sitio sin mojarse. Desde el fondo del valle, el Templo no era visible.
Luego cruzó la puerta, pasó al lado del palacio situado en la ladera del Ofel, se metió en la hondonada del Tyropeón. Yendo por la Ciudad Alta, tenía sobre su cabeza las murallas almenadas del palacio de Herodes, donde despuntaban la torres llamadas de Fazaél, el hermano muerto del rey, y de Mariamme, la esposa asesinada de Herodes. No se detuvo ni un solo instante dentro del recinto de la ciudad. Cruzó Jerusalén y la abandonó por la puerta situada al lado de la Piscina de las Serpientes.
Los montes se alzaban otra vez ante ella. Conocía perfectamente los que tenía ante los ojos. Tantas veces los había mirado durante su vida. Iba más deprisa a cada paso. Subió la loma rocosa por cuya cima pasaba la carretera de Hebrón. Muy poco después giró hacia un barranco verdeante.
El corazón empezó a latirle con fuerza. Las piernas se aceleraban solas. Reconocía ahora cada árbol. El día empezaba a declinar hacia poniente, no era muy tarde todavía y el sol guardaba aún su ardor. Las sombras se extendían en tiras alargadas a los pies de la muchacha. Ya estaba casi corriendo. A veces le faltaba el aliento. Por fin vislumbró entre la vegetación la blancura de una casa que fue muchos años su hogar.
Alcanzó el portillo. Lo empujó con tanta fuerza que rebotó contra la pared opuesta. Corrió por el sendero entre las plantas. De repente oyó una voz que la llamó: «Miriam». Supo quién la llamaba. Corrió en aquella dirección. Vio a Isabel. La anciana venía también presurosa, pese a las molestias de su cuerpo deforme. Ella también tuvo que haber estado esperando con impaciencia el momento de este encuentro.
Ya estaban una frente a otra con los brazos abiertos. Ya estaba Miriam a punto de echarse al cuello de su protectora, cuando de repente la anciana se detuvo. Se inclinó con dificultad en una humilde reverencia. Miriam se detuvo también sorprendida. Le pareció que su tía no la había reconocido, que la había confundido con otra distinta.
—Isabel —dijo—, si soy yo...
—Qué felicidad para mí, que la madre de mi Señor venga a mi casa —dijo la mujer profundamente inclinada.
Adelantó las manos para abrazar los pies de Miriam. Pero ella levantó a Isabel y la abrazó contra su pecho.
—¿Qué estás diciendo...? —preguntó con la voz vibrante de emoción.
—Eres la más feliz de las mujeres, porque has creído...
Tenía la sensación de que le faltaba aire en el pecho. Sí, esto era una confirmación clara y enloquecedora. No habían sido ilusiones. No había soñado lo que había sucedido. Apretó las manos contra su pecho dilatado por la alegría. ¡El estaba aquí, estaba de verdad! Se cumplió lo que habían esperado los siglos. Y fue a ella, a ella le fue dada esa dicha.
—¿Entonces lo sabes todo? —preguntó en un susurro caluroso.
—Lo sé —dijo Isabel—. Y si me hubiera quedado alguna duda, me ha sido dada la confirmación. Porque cuando venía para saludarte, el niño se movió en mi seno... ¡Por primera vez! Ha dado una señal de que vive, que su vida no es una ilusión...: ¡Oh, ya no temo nada ahora! Nacerá y será lo que le ha sido dado ser. ¡Mi Juan! Irá delante de El... ¡Oh, Miriam! Han ocurrido cosas grandes y maravillosas...
Las palabras de Isabel encendieron aún más su alegría. Era como el fuego que envuelve un matorral reseco y lo consume entre crujidos y estelas de chispas. Esta alegría no le cabía en el cuerpo. No solía hablar mucho, pero ahora le entraban ganas de gritar y anunciar su gozo al mundo entero. Cerró los ojos, apretó las manos contra el pecho. No, no podía guardar para sí lo que desbordaba en su corazón. Tenía que hablar, cantar:
—¡Bendito seas, Señor y Salvador mío! ¿Cómo expresar mi regocijo porque has puesto tus ojos en la pequeñez de tu esclava? Has hecho que todos los pueblos, todas las naciones, me aclamarán para siempre y por todas partes bienaventurada por ti. Qué bueno eres, Señor, y qué misericordioso. Y siempre has sido así, desde la eternidad. Venías a los humildes, amonestabas a los soberbios. Colmas a los pobres y has mostrado a los ricos el resplandor ilusorio de las riquezas. Así eras, y así eres. Y todo lo que has anunciado, todo lo cumples...
El día declinaba arrebolando las copas de los árboles. Pero para dos mujeres estrechadas en un abrazo se alzaba el día de la felicidad, de los sueños realizados.
JAN DOBRACZYNSKI