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4 enero 2026

NUESTRA FILIACIÓN DIVINA

I. En qué consiste nuestra filiación. Somos realmente hijos de Dios. Agradecimiento por este inmenso don.
A todos los que le recibieron (a Jesucristo) les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios, nos dice San Juan en el Evangelio de la Misa.
Dios Padre nos predestinó para adoptarnos como hijos por Jesucristo, según el propósito de su voluntad.
Dios nos hace hijos suyos. Nunca acabaremos de comprender y de estimar suficientemente este don inefable. ¡Hijos de Dios! Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos...
Cuando decimos: «yo soy hijo de Dios», no es¬tamos expresando una metáfora, ni es un modo piadoso de hablar. Somos hijos. Si la generación humana da como resultado la «paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que han sido «engendrados por Dios» son realmente hijos suyos. Esta realidad incomparable tiene lugar en el Bautismo donde, gracias a la Pasión y Resurrección de Cristo, tiene lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía. Ha surgido una nueva criatura, por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente «hijo de Dios».
La filiación divina natural se da en un grado eminente y único en Dios Hijo: «Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no hecho, consustancial—al Padre». Y para señalar la diferencia esencial entre nuestra filiación y la filiación eterna del Hijo, se llamó adoptiva a la nuestra. El considerar la adopción aquí en la tierra (el nuevo padre no le da vida alguna al hijo, aunque sí su nombre, derechos de herencia, etc.), podría llevar a algunos a confundir la verdadera realidad de nuestra filiación: somos hijos de Dios porque la vida de Dios corre por nuestra alma en gracia.
Nos ayudará en nuestra oración de hoy el con¬siderar que Dios es más Padre nuestro que aquel a quien en este mundo llamamos padre porque nos dio la vida natural. «Designar al cristiano como hijo de Dios no es una simple imagen que evoca la protección o vigilancia paternal que Dios ejerce a su respecto, sino que hay que entenderlo rigurosamente, en el mismo sentido en el que se dice de cualquiera: es hijo de tal persona [...].
»Por la generación, un nuevo hombre llega a la existencia; así como el animal engendra a un animal de su especie, también el hombre engendra a otro hombre, semejante a él. A menudo la semejanza es grande, y la gente se complace en reconocer que tal niño se parece mucho a su padre: en las facciones, en el porte, en el modo de mirar y de hablar... Pues bien, el cristiano nace de Dios, es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo; su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma naturaleza que El. Aquí se sitúan las palabras de San Pedro: participantes de la naturaleza divina, que significan algo más que una analogía, más que una semejanza o parentesco, pues implican una elevación y transformación de la naturaleza humana: la posesión de aquello que es propio del ser divino. El cristiano entra en un mundo superior (sobrenatural), que está por encima de la naturaleza original: el mundo de Dios».
Estos días de Navidad, en los que la Nochebuena está aún tan cercana y cuando todavía contemplamos a Jesús Niño en el belén, constituyen una gran ocasión para agradecerle el que nos haya traí¬do el inmenso don de la filiación divina y que nos haya enseñado a llamar Padre al Dios de los Cielos: «Cuando oréis habéis de decir: Padre...».