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3 enero 2026

LA PROFECÍA DE SIMEÓN

1. La Sagrada Familia en el Templo. El encuentro con Simeón. Nuestros encuentros con Jesús.
Cuando se cumplieron los días de la purificación de María, la Sagrada Familia subió de nuevo a Jerusalén para dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de Moisés: la purificación de la madre, y la presentación y rescate del primogénito.
Ninguna de estas leyes obligaban a María y a Jesús, por el nacimiento virginal y por ser Dios. Pero María quiso cumplir la ley. En esto se comportó como cualquier mujer judía piadosa de su tiempo. «María -dice Santo Tomás- fue purificada para dar ejemplo de obediencia y de humildad».
La Virgen, acompañada de San José y llevando a Jesús en sus brazos, se presentó en el Templo confundida, como una más, entre el resto de las mujeres.
Jesús fue ofrecido a su Padre en las manos de María. Nunca se ofreció nada semejante en aquel Templo, y nunca se volvería a ofrecer. La siguiente ofrenda la hará el mismo Jesús, fuera de la ciudad, sobre el Gólgota. Ahora, muchas veces cada día, Jesús es ofrecido en la Santa Misa a la Trinidad Beatísima en un Sacrificio de valor infinito.
María y José ofrecieron el Niño a Dios y lo rescataron, recibiéndolo de nuevo. Para la ofrenda, los padres cotizaron como pobres. Sus recursos sólo llegaban al arancel más pequeño: un par de tórtolas. La Virgen cumplió con los ritos de la purificación.
Cuando llegaron a las puertas del Templo se presentó ante ellos un anciano, Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Vino al Templo movido por el Espíritu Santo. Tomó al Niño en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has puesto ante la faz de todos los pueblos, como luz que ilumine a los gentiles y gloria de Israel, tu pueblo.
María y José estaban admirados por las cosas que se decían acerca de Jesús.
Este anciano había merecido conocer la llegada del Mesías, universalmente ignorada. Toda su existencia había consistido en una ardiente espera de Jesús. Ahora daba por cumplida su vida: Nunc dimittis servum tuum, Domine... Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo...
Simeón da por bien cumplida su vida: ha llegado a conocer al Mesías, al Salvador del mundo. Aquel encuentro ha sido lo verdaderamente importante en su vida; ha vivido para este instante. No le importa ver sólo a un niño pequeño, que llega al Templo llevado por unos padres jóvenes, dispuestos a cumplir lo preceptuado en la Ley, igual que otras decenas de familias. El sabe que aquel Niño es el Salvador: mis ojos han visto a tu Salvador. Esto le basta; ya puede morir en paz. No debieron ser muchos los días que el anciano sobrevivió a este acontecimiento.
Nosotros no podemos olvidar que con ese mismo Salvador, el que ha sido puesto ante la faz de todos los pueblos como luz, hemos tenido, no sólo uno, sino muchos encuentros; quizá le hemos recibido miles de veces a lo largo de nuestra vida en la Sagrada Comunión. Encuentros más íntimos y más profundos que el de Simeón. Y nos duelen ahora las comuniones que hayamos realizado con menos fijeza, y hacemos el propósito de que el próximo encuentro con Jesús en la Sagrada Eucaristía sea al menos como el de Simeón: lleno de fe, de esperanza y de amor.
Después de cada Comunión, que es única e irrepetible, también podemos decir nosotros: mis ojos han visto al Salvador.
F.F. CARVAJAL