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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
Dirección espiritual y confesión
Es fácil que se introduzca la deformación de la buena doctrina en lo que podemos llamar columnas de nuestra santificación, como son los sacramentos —especialmente la confesión y la sagrada comunión—, por efecto de esa falsa libertad y del deseo de novedad de nuestras vidas. Reconocer nuestras faltas supone ya un grado de humildad, y, si humanizamos el sacramento de la confesión, tener que enumerarlas, encima, a un hombre, es todavía más difícil.
Sin embargo, tenemos la experiencia de que todo en la vida necesita un guía, un director, un entendido en la materia que nos pueda orientar en el trabajo que estemos realizando en estos momentos o después.
Si aceptamos un maestro que nos forma en las primeras letras y admitimos, además, sus correcciones, ¿cuánto más lo necesitaremos en el conocimiento propio? De las cosas más difíciles de conseguir, debido precisamente a la subjetividad, es conocer cómo somos. Solemos tener una gran piedad con nosotros mismos y valoramos en exceso nuestros actos. En general, no aceptamos por completo la culpa de una mala acción. Es corriente dar un rodeo para que quede bien claro que no hemos sido totalmente culpables, o deformar las cosas —de tal modo cegados por el amor propio—, que el que sale perjudicado es el prójimo.
La dirección espiritual viene dada por aquel que es maestro de almas, que conoce las dificultades por las que pasamos y está en situación objetiva de exigir más.
Poco a poco, con la sabia dirección y la gracia del sacramento, vamos penetrando en ese misterio que somos cada uno y adquirimos un conocimiento propio real, que no nos satisface mucho precisamente porque está desprovisto de subjetividad.
No es muy difícil decir que somos orgullosos, pero qué molesto resulta tener que escucharlo cuando nos lo dice otro. Somos así, a pesar de que nos consideramos sinceros. En el fondo es un engaño personal; va siempre en perjuicio nuestro.
El valor de la sinceridad está en admitir lo que nos dicen y seguir dócilmente los consejos recibidos.
Con qué fe se toma el enfermo las pastillas recetadas por el médico, seguro de curar así su enfermedad. Del mismo modo que el enfermo se fía del doctor, así nosotros debemos confiar en que el sacerdote, representante de Cristo en la tierra, nos va a dar lo que necesitamos en ese momento, porque sus consejos vienen del mismo Dios.
A veces, las dificultades y los fallos tan continuados en la vida interior residen en que no tenemos esa «determinada determinación», que decía Santa Teresa, de ponerse de verdad a amar a Dios. De reconocer que no hacemos todo el caso necesario a aquel consejo o a aquella reprensión que recibimos en el sacramento de la penitencia.
Hay que convencerse, lo primero, de la necesidad del sacramento, sabiendo que en él vamos a recibir una gracia especial que facilitará la lucha. Luego, prepararse con sinceridad para manifestar claramente nuestras faltas, no las de los demás. Ya el hecho de reconocerlas lleva consigo a la humildad. Y por último, el propósito de enmienda. Salir con nuevas fuerzas para la misma lucha y con el dolor de haber contribuido al sufrimiento de Cristo.
Si le damos el valor que tiene a la definición del pecado, contravenir la Ley de Dios, seguramente seríamos más cautos a la hora de obrar.
El pecado, por leve que sea, es una ofensa que hacemos a Dios; nos resistimos a su divina voluntad. Es una auténtica ingratitud hacia el Padre, que nos ama, y al que hacemos exclamar: «Si todavía un enemigo me ultrajare, podría soportarlo... Pero tú, mi compañero, mi íntimo, con quien me unía un dulce trato en la Casa de Dios».
Aunque sólo sea para aplacar este dolor en lo que podemos, comprobamos la necesidad de que nos dirijan, de que enderecen nuestros pasos. El arrepentimiento sincero nos lleva a pedir perdón para que el Señor tenga misericordia de nosotros y borre, con su ternura, el pecado y purifique nuestra alma. «Crea en mí un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu firme, no me rechaces, no retires de mí tu santo espíritu».