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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Modelo y ayuda para vivir todas las virtudes (2 de 2)
Ser fieles a Dios es seguir las insinuaciones del Paráclito: el don de sabiduría del Espíritu Santo crea en nuestras almas la inteligencia del verdadero amor divino, orienta los pensamientos de nuestro corazón hacia el Señor. La Virgen es mediadora para que alcancemos esa sabiduría. Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.
La Virgen nos comunica la ciencia divina, que San Agustín resume diciéndole a Dios: «¡Nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!», y la misma idea la han repetido tantas veces los fieles: «La medida del amor a Dios —dice San Bernardo— es amarle sin medida». Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria.
Siempre detrás de la entrega está la mirada sonriente de Jesús que nos acoge con un abrazo. Darse al Señor, abandonarse en El, quererle de tal modo que el cristiano va identificándose con el Señor: su humanidad produce un acercamiento familiar, y su divinidad crea una adoración plena que hace confiar en su omnipotente amor divino. La fidelidad lleva consigo la alegría, y así salimos a nuestra Madre: Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. (...) María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que ese júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que «salgamos» en esto a Ella —a Santa María—,y así nos pareceremos más a Cristo.
Cada día es ocasión propicia para repetir las palabras del Salmo: «ahora comienzo», y llevar a cabo la aparente paradoja de luchar con decisión para alcanzar la santidad y, a la vez, abandonarse en las manos de Dios.
>b>La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: «¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ése —ésa— es mi madre!...»
Pídele a esta Madre buena que en tu alma cobre fuerza —fuerza de amor y de liberación— su respuesta de generosidad ejemplar: ecce ancilla Domini! —he aquí la esclava del Señor.
Dios nos mueve a quererle —como enseña Jesús—, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas. Los cristianos pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y los huesos, con los sentidos y con las potencias. Rogad le con confianza: ¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas. Nuestro cuerpo es, en expresión de San Pablo, templo del Espíritu Santo, y por eso nos pide el Apóstol: «Que sepa cada uno de vosotros usar el cuerpo santa y honestamente, no abandonándose a las pasiones, como hacen los paganos que no conocen a Dios».
Para amar a Dios y saborear las cosas divinas, hay que vivir la virtud de la castidad. Esa enseñanza de Cristo se han esforzado por cumplirla desde el principio los primeros cristianos; San Gregorio de Nisa afirma: «Dios se deja contemplar por los que tienen un corazón purificado»; y glosando las palabras del Señor, dice San León Magno: «Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunc a una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas». La santa pureza es una virtud que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica"; una virtud que hemos de vivir todos los cristianos.
Todos los cristianos, porque, como explica San Juan Crisòstomo: «Cristo puso leyes comunes para todos. Y así, cuando dijo que peca el que mira a una mujer para desearla, no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle. Yo no te prohibo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Sólo quiero que se haga con templanza, no con impudor ni con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley que os vayáis a los montes y desiertos, sino que seáis buenos y castos aun viviendo en medio de las ciudades». Esta primitiva enseñanza es perenne pues nos la enseñó Jesús para siempre. Por eso, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado. Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación golosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos —y no simplemente continentes u honestos—, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor. Es lo que ya afirmaba San Agustín: «Donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia».
Además de poner otros medios para vivir la castidad, como son la oración y la mortificación, los cristianos han acudido siempre a Santa María, virgen antes del parto, en el parto y después del parto, para que les ayude a ser castos. No se puede llevar una vida limpia sin la ayuda divina. Dios quiere nuestra humildad, quiere que le pidamos su ayuda, a través de nuestra Madre y Madre suya.
Tienes que decir a la Virgen, ahora mismo, en la soledad acompañada de tu corazón, hablando sin ruido de palabras: Madre mía, este pobre corazón mío se rebela algunas veces... Pero si tú me ayudas... —Y te ayudará, para que lo guardes limpio y sigas por el camino a que Dios te ha llamado: la Virgen te facilitará siempre el cumplimiento de la Voluntad de Dios.
San Ambrosio nos dice: «Sírvanos la vida de la Virgen de modelo de virginidad, como imagen que se hubiera trasladado a un lienzo; en ella, como en un espejo, brilla la hermosura de la castidad y la belleza de toda virtud». Así los cristianos, desde siempre, acudimos a la Virgen Santísima de un modo natural —tan natural que llega a convertirse en instintivo— para alcanzar la virtud de la castidad. Cuando éramos pequeños, nos pegábamos a nuestra madre, al pasar por caminos oscuros o por donde había perros.
Ahora, al sentir las tentaciones de la carne, debemos juntarnos estrechamente a Nuestra Madre del Cielo, por medio de su presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.
—Ella nos defenderá y nos llevará a la luz. La Madre de Dios es modelo de limpieza de alma para amar, para vivir la caridad, por eso la Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza. Y esa oración no sólo se la hacemos para nosotros mismos, sino para todos los hombres: Acude a la Dulce Señora María, Madre de Dios y Madre Nuestra, encomendándole la limpieza de alma y de cuerpo de todas las personas. Dile que quieres invocarla —y que la invoquen siempre—, y siempre vencer, en las horas malas —o buenas, y muy buenas— de la lucha contra los enemigos de nuestra condición de hijos de Dios.
De este modo, alcanzaremos nosotros y todas las criaturas la fortaleza que se deriva de la castidad como se comprueba en el Apóstol San Juan: La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz —Los demás apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo, se queda. —No olvides que la pureza enreda, viriliza el carácter.
En fin, nuestra Madre la Virgen es ayuda y «modelo y escuela viva de todas las virtudes», como dice San Ambrosio. La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor. Ella nos enseñará a vivir con alegría nuestra pequeñez, porque es también maestra de humildad: ¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni —fuera de las primicias de Caná— a la hora de los grandes milagros. —Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí esta, juxta crucem Jesu —junto a la cruz de Jesús, su Madre.. Un a humildad vivida a lo largo de toda su vida: ¿Veis con qué sencillez? —Ecce ancilla!...
—Y el Verbo se hizo carne. —Así obraron los santos: sin espectáculo. Si lo hubo, fue a pesar de ellos"
La Virgen nos alcanzará la plenitud de la vida cristiana en nuestro quehacer diario: María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.
—Aprende de Ella a vivir con «naturalidad».
Acudiremos a nuestra Madre, ejemplo vivo de alma contemplativa: Cómo enamora la escena de la Anunciación. —María —¡cuántas veces lo hemos meditado!— está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al habla con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen.
Santa María nos enseñará, en defintiva, a rezar: María, Maestra de oración. —Mira cómo pide a su Hijo, en Cana. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra.
—Aprende.