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30 septiembre 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
Llevamos este tesoro en vasos de barro
La vigilancia para no desvirtuar la doctrina la fijamos ahora en una virtud, necesaria para conseguir un perfecto amor a Dios y al prójimo; una virtud que, a fuerza de vivirla en sentido negativo, la hemos desvirtuado tanto, que es difícil reconocerla. La pureza, tan desprestigiada en estos tiempos, tiene que volver a ocupar el lugar que le corresponde.
Nos hemos empeñado en que es tan difícil vivirla porque la enfocamos hacia el no hacer, no consentir, cuando precisamente es todo lo contrario. Es virtud positiva, atractiva y agradable a Dios, que consiste en guardar el corazón y el cuerpo limpios en una lucha efectiva, confiando en que el Señor nos ayudará.
Solos no podemos hacer nada, y no nos tiene que extrañar que estas vasijas de barro, donde llevamos el tesoro del amor, de vez en cuando se agrieten y estemos a punto de derramarlo. Son grietas que, debido a la fragilidad humana, se producen sin desearlo muchas veces; pero en estos momentos es cuando podemos reconocer con San Pablo que, de este modo, aparece la extraordinaria grandeza del poder de Dios, y no la nuestra. La gracia viene a restañar las heridas de ese barro, y todo vuelve a su sitio.
La pureza tiene un color difícil de mantener, pero no imposible de conservar. Un corazón y un cuerpo limpios son la mejor ofrenda que podemos hacer al Señor. La mala prensa que se le ha hecho perjudica bastante al que, dispuesto a luchar, tiene casi el convencimiento de que va a ser derrotado.
Es una virtud positiva, decíamos. Dios mira con amor un corazón limpio. Ante ella, la disposición del alma debe ser de desconfianza en sí misma y de confianza en el Señor. Disposición humilde que nos hará huir de las ocasiones y de los peligros, porque no queremos tener esa valentía —llena de amor propio— de que vamos a ser capaces de vencer. Es materia espinosa que conviene eludir. Esto no es una cobardía; tenemos la experiencia de que este tipo de situaciones envuelven de tal modo, que la lucha contra ellas se hace reiterativa y acaban venciendo.
Dice el Señor que no mancha lo que entra en el corazón, sino lo que sale de él. Hay que saber envolverlo en papel de celofán, para que no se adhiera a nada.
La mayoría de las ocasiones en que nos vemos envueltos en la tentación, sin provocarla o quererla nosotros, es para que conozcamos nuestra debilidad, y así, al pedirle ayuda al Señor, nos unamos a El. Nunca la tentación superará nuestras fuerzas. Con ella recibimos gracia abundante para vencer.
Por eso nos produce hastío y cansancio romper lo que nos une a Dios y gozar de un placer momentáneo. Al hacerlo nos encontramos tristes y desalentados, y entonces buscamos un sabor distinto a esa sal que hemos desvirtuado. Caminamos dentro de lo subjetivo y damos el valor que nos interesa a nuestras acciones: «si yo no siento, si a mí esto no me hace daño; al fin y al cabo son cosas de juventud», decimos con ligereza. Y terminamos por ver con naturalidad lo que es ofensa a Dios.
Entonces el corazón y el cuerpo se secan y la soledad hace presa de nosotros. ¿Por qué?, nos preguntamos. Cambia el color de nuestra mirada y las cosas ya no tienen el aliciente que tenían antes. La ansiedad y la angustia son naturales en nuestra vida y olvidamos lo que es auténtico.
«Cuando te decidas con firmeza a llevar vida limpia, para ti la castidad no será carga: será corona triunfal» (Camino, 123). Hay que decidirse con firmeza; hay que prestigiar ese cortejo de virtudes, como son la modestia y el pudor, para que nos ayuden a guardar la pureza. Si hace falta llamarlas de otro modo para que tengan más «garra», inventaremos otro nombre.
El corazón del hombre fue creado para amar, y nos es tan necesario el amor, que sin él nuestra vida está vacía y discurrimos por ella insatisfechos. «Has sido comprado a gran precio —dice San Pablo—; glorifica a Dios y llévalo en ti».
«Cuando bajó del monte le fue siguiendo una gran muchedumbre. En esto, un leproso se le acerca y se postra ante El, diciendo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme ».
Es audaz este hombre leproso que, rompiendo todas las reglas impuestas a los que padecían esta enfermedad, sale al encuentro de Cristo. No le importa que los demás se aparten y que incluso puedan decirle que ése no es su sitio. El se acerca a Cristo con fe, convencido de que es el único que puede quitarle aquella horrible enfermedad.
Aun cuando la lepra haya hecho presa en nuestra alma, Jesús baja cerca de nosotros y nos espera. «El extendió la mano, le tocó y dijo: "Quiero, queda limpio"». El Señor siempre está dispuesto a derramar su gracia. Un ejemplo claro de que esta virtud da fuerzas en la tribulación lo tenemos en San Juan: «La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz. Los demás apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo, se queda. No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter» (Camino, 144).
Así nos será más asequible y más fácil de seguir el camino que el Señor nos haya marcado. Comprenderemos lo que realmente es una vocación de castidad perfecta en la entrega a Dios, o una vocación al matrimonio viviendo la castidad conyugal.
Precisamente, las grietas que se pueden producir en nosotros, como vasos de barro que somos, es lógico que vayan directamente a rozar la virginidad o a romper la unidad del matrimonio. Pero ahí está la gracia de Dios para hacernos comprender el engaño que padecemos, y que luego vamos a lamentar en nosotros mismos.
A pesar de que a veces nos empeñemos en romper o destrozar el amor en toda su dimensión humana y sobrenatural, si nos ponemos en presencia de Dios y realmente hay sinceridad en el corazón, comprendemos el bien que estamos evitando. Incluso el daño personal que nos hacemos al aceptar, sobre esta virtud, doctrinas falsas que nos hacen vacilar.
Habla muchas veces Jesús de la castidad perfecta, pero hay una de ellas en la que Jesús nos invita de un modo muy claro. «Dícenle los discípulos si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse. Mas El les respondió: "No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, hay eunucos hechos por los hombres y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender entienda"».
Para atender a la invitación de Dios hay que estar en disposición de escucharle. Dios no llega a un corazón agrietado, de donde el amor se ha ido escapando. Todos somos capaces de entender, y la intensidad de la llamada depende, en parte, de la buena disposición que tengamos.
Y, si nos referimos al amor humano, también Cristo dejó escritas aquellas palabras tan claras: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre».
Por tanto, el ejercicio de la castidad nos pone en comunicación directa con la templanza de vida, en todos los órdenes, y con la humildad. Queremos que resplandezca en nosotros la Gloria de Dios, y tenemos el convencimiento de que, precisamente por nuestra fragilidad, Dios va a derramar un sinfín de gracias que aliviarán este camino, que no nos resulta tan fácil como quisiéramos.
Es verdad que hemos sido creados de barro y que este polvo del que estamos hechos se hace notar constantemente. Pero, a pesar de la envoltura poco atractiva, llevamos dentro ese tesoro del amor que estamos dispuestos a defender, aunque, a veces, la tentación nos haga vacilar. Siempre volveremos al camino por donde va a pasar Jesús con la mano extendida, para escuchar: «Quiero, queda limpio».