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28 septiembre 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

Desnudos por un sueño
Tus soldados tropiezan y caen, y unos a otros se dicen: ‘¡Vámonos de aquí, volvamos a nuestra patria, al país donde nacimos! ¡Huyamos de la violencia de la guerra!’ (Jr 46, 16).
Los últimos tres años habían supuesto, en la vida de aquellos dos hombres, un vuelco que imaginaron irreversible. Desde que conocieron a Jesús de Nazaret, una fuerza poderosísima, que brotaba de los ojos y los labios de aquel Maestro, les había atraído como un imán y les había llevado muy lejos. Fascinados por su poder y por el caudal de amor que brotaba de sus palabras y sus gestos, habían abandonado su pueblo, sus familias, su vida cotidiana y todo cuanto para ellos había tenido algún valor. Guiados por esa misteriosa fuerza que había removido por completo sus almas, durante unos años hasta sus problemas parecieron haber quedado atrás. Sus ojos habían sido capturados por la persona de Aquel a quien se creía hijo de José, y por el panorama de luz que había abierto ante ellos, hasta el punto de haberse olvidado por completo de sí mismos. En su interior había despertado una locura divina, y habían surgido anhelos de vida eterna que jamás sospecharon esconder en sus almas. El Reino prometido se presentó ante sus ojos como un recuerdo de siglos, desconocido hasta entonces, pero oculto desde su nacimiento en el latir de sus corazones. Durante aquellos tres años, ya no hubo para ellos más deseo que aquel Reino de gloria. Pasaron días sin comer, noches sin dormir, largos trechos de camino sin apenas descanso, y nada parecía importar, porque sus pupilas eran esclavas de un hombre que parecía Dios y de una promesa pronunciada ante los padres de sus padres.
La entrada de Jesús en la ciudad santa, aclamado por las multitudes como rey de Israel, se presentó ante ellos como la puerta abierta a la realización de todas aquellas ilusiones. Los fariseos y los sacerdotes no se atreverían a enfrentarse al pueblo, que veía en ese hombre a un enviado de Dios. El inicio del Reino prometido por el Maestro, ese reino en el que «los justos brillarán como el sol» {Mt 13, 43), se presentaba más cercano que nunca.
Ahora, recapacitando sobre aquellos acontecimientos, caían en la cuenta de lo que entonces sólo percibieron como un detalle más, sin apenas darle importancia: el rostro de Jesús, durante aquellos días, no era el de un mesías triunfante. Hablaba poco y de forma enigmática; parecía estar, en su interior, profundamente recogido. Aquellos ojos que se clavaban en quienes le dirigían alabanzas miraban con tristeza a los hombres. Ellos estaban alegres, se sentían victoriosos, pero el Maestro se detuvo bruscamente y lloró.
«¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19, 42-44).
¿Cómo no percibieron a su tiempo aquellos signos que ahora se les mostraban tan diáfanos? Todo lo atribuyeron al cansancio de Jesús. No quisieron entender, porque las ilusiones parecían cumplirse, y los sueños se hacían realidad. No quisieron entender, porque no tenía sentido que aquello acabase mal. No quisieron entender, porque el pueblo estaba aupando a un rey, y ellos eran sus amigos.
Anocheció de repente. Cuando les sacaron de la cama para decirles que habían arrestado al Maestro no lo creyeron. Todavía no querían entender. Pero era demasiado tarde para ignorar el manto de tinieblas que cubría entonces la tierra. Bastaba abrir los oídos y escuchar el griterío que invadía la ciudad a esas horas de la noche. Quisieron salir y unirse a la multitud de curiosos que se agrupaba en las calles, esperando el paso del anunciado reo. Pero alguna voz prudente les advirtió del peligro que corrían; muchos de los que allí estaban sabían que ellos eran sus discípulos, y ahora el Maestro era un delincuente. Hacerse ver suponía exponerse a ser arrestados y vinculados a la suerte de aquel hombre a quien llevaban atado con cadenas.
Le vieron pasar, conducido por los guardias. Los gritos y los murmullos, que hasta entonces se entremezclaban en una extraña camaradería, cesaron de repente, y las calles se cubrieron de silencio. Nadie se atrevía a proferir palabra ante el paso de Jesús de Nazaret. Hubo empujones callados, porque todos querían ver a la vez el rostro del detenido; pero nadie se atrevió a hablar. Hasta los guardias que le conducían parecían sentir un inmenso respeto.
Desde la casa le vieron nítidamente. Él también callaba. No oponía resistencia alguna; antes bien, se dejaba guiar. Miraba a uno y otro lado, clavando la mirada en aquellos rostros curiosos que nada sabían de los planes de Dios. Los ojos ansiosos e interrogantes de aquellos hombres se topaban con los ojos serenos, amantes y misericordiosos del Maestro. Y en ese cruce surgía un chispazo de algo parecido a la culpa.
«Yo te conozco. Curé a tu hija. Era ciega y ahora ve. Hace unos días, en esta misma calle, tú te quitaste el manto y lo arrojaste a los pies del borrico que me llevaba. Gritaste fuertemente, me aclamaste como el rey de los judíos... ¿Callas ahora?»
El silencio fue roto de repente por el grito desgarrador de una mujer. Nadie hizo caso. El Maestro la miró.
Volvieron a entrar en la casa. No quisieron ser alcanzados por aquella mirada delatora. A partir de ese momento, todo lo supieron por medio de quienes, entrando y saliendo, les traían noticias acerca de la suerte de Jesús de Nazaret. Allí, sin salir de aquella casa, conocieron la traición de Judas, el proceso ante Caifás y la vergüenza sufrida en el pretorio de Pilato. Allí conocieron la flagelación, la coronación de espinas y la posterior crucifixión de Jesús. Allí fueron derribados por el abatimiento y la turbación, ante el relato de su muerte agónica. Un profundo sueño había caído, junto con la noche, sobre las conciencias y las almas de aquellos dos que se decían «amigos de Jesús».
El sábado amaneció tranquilo; más bien se diría que amaneció muerto. No había signo alguno de vida en el día de Yahweh a lo largo de toda la ciudad santa. Era como si Jerusalén entera hubiese enmudecido de vergüenza. Salieron, por fin, de casa, y se dirigieron al Cenáculo, en busca de la compañía de los once. Pero al llegar les vieron tan abatidos como ellos.
Con todo, había pasado ya más de un día desde la muerte de Jesús, cuyo cuerpo yacía en el sepulcro. Y, sin ellos percatarse, el fantasma del primer anochecer, enredado hasta entonces en el árbol de la Cruz, surgió de entre las sombras y plantó su tienda en el Cenáculo.
Como los de Adán y Eva, los ojos de aquellos discípulos se abrieron lentamente a la macabra luminosidad de las tinieblas, y entonces se descubrieron desnudos. Habían apostado todo por un sueño, y el sueño se había roto. Allí no quedaba nada. Su familia, sus amigos, su tiempo, su pueblo y su trabajo, todo lo habían perdido, y allí no quedaba nada. Ni siquiera eran capaces de seguir mirando a los once con el respeto y la familiaridad que hasta entonces les habían inspirado. El entorno se volvió extraño, y la sospecha reemplazó al calor de hogar que creyeron sentir allí durante tres años. Habían apostado todo por un sueño, y ahora estaban desnudos frente a fuerzas hostiles.
Luego murmuraron todos los israelitas contra Moisés y Aarón, y les dijo toda la comunidad: «¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto! Y si no, ¡ojalá hubiéramos muerto en el desierto! ¿Por qué Yahweh nos trae a este país para hacemos caer a filo de espada y que nuestras mujeres y niños caigan en cautiverio? ¿No es mejor que volvamos a Egipto?» Y se decían unos a otros: «Nombremos a uno jefe y volvamos a Egipto» (Nm 14, 2-4).
Y así fue como aquellos dos ciegos caminantes del alba, sumidos en la oscuridad más espesa, decidieron regresar y cubrir de nuevo sus vidas con las hojas de higuera de su pueblo, Emaús. Volverían a rodearse de los suyos, retomarían su trabajo y sus problemas allá donde los habían dejado. Y, sobre todo, intentarían borrar el recuerdo de aquel sueño que les había hecho malgastar tres años de su vida.