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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
La primera devoción mariana es la Santa Misa
Desde muy antiguo se ha vinculado la devoción a la Madre de Dios con la Eucaristía; en el Museo Vaticano se conserva la inscripción en griego del epitafio del obispo Abercio que dice: «La fe me condujo a todas partes, y me presentó doquiera el pez del manantial, de ingente magnitud, puro, que cogió una virgen pura; y se lo dio a comer constantemente a sus amigos; ella poseía un óptimo vino y daba con el pan el vino mezclado». Prosiguen con el tiempo muchos testimonios como el de San Eleuterio: «Oh Virgen, danos no sólo el alimento corporal, sino también el Pan de los ángeles, que descendió al claustro cerrado de tu seno. Ha z que tengamos al Hijo de Dios».
Por eso afirma, con profunda convicción, Mons. Escrivá de Balaguer: Para mí, la primera devoción mañana —me gusta verlo así— es la Santa Misa. En la fiesta de la Maternidad, la Iglesia ha recogido esta oración: «oh, Dios, que en la fecunda virginidad de María Santísima has dado a los hombres los tesoros de la salvación eterna, concédenos que experimentemos la intercesión de Aquella por la que hemos sido hechos dignos de acoger al Autor de la vida, Jesucristo».
Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre.
La encíclica Redemptoris Mater recoge la enseñanza tradicional de cómo la Virgen Santísima guía a sus hijos hacia la Eucaristía, y considerando su Maternidad espiritual explica: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental».
La grandeza de la Eucaristía es infinita: Yo aplaudo y ensalmo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa.
Esta es la devoción de siempre, que resume San Juan Damasceno: «El cuerpo está verdaderamente unido a la divinidad, el cuerpo nacido de la Santísima Virgen: no porque el mismo cuerpo encarnado descienda del Cielo, sino porque el mismo pan y vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo». Procura dar gracias a Jesús en la Eucaristía, cantando loores a Nuestra Señora, a la Virgen pura, la sin mancilla, la que trajo al mundo al Señor.
—Y, con audacia de niño, atrévete a decir a Jesús: mi lindo Amor, ¡bendita sea la Madre que te trajo al mundo!
De seguro que le agradas, y pondrá en tu alma más amor aún.
Dentro del ámbito de la liturgia, «los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María». Dice San Cirilo de Alejandría: «Salve, oh Madre de Dios, María, venerado tesoro de todo el orbe, por cuyo medio se administra el santo bautismo a los creyentes, por cuyo medio tenemos el óleo de la alegría, por cuyo medio han sido fundadas en todo el mundo las Iglesias, por cuyo medio son conducidas las gentes a la penitencia». Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el «haced lo que Él os dirá» se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal.