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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
El espíritu de mortificación
Mortificación significa morir a uno mismo, lentamente, día a día. Dándole al Señor, libremente, aunque cueste, lo que nos vaya pidiendo. Poner a su servicio la inteligencia, la voluntad que se irá fortaleciendo en el sacrificio, la memoria, para que nos recuerde con frecuencia el amor de Dios y poder agradecerlo. Los sentidos, que hay que mantener despiertos, para vencer en la lucha contra las malas inclinaciones.
Despojarse, como dice San Pablo, del hombre viejo para revestirse del nuevo. Es una larga tarea que va a llenar nuestra vida.
Indudablemente, la abnegación y el renunciamiento propio suponen una continua lucha. Desasirse de uno mismo, admitir que el amor desordenado que nos tenemos debe dejar el lugar libre para el amor de Dios, supone que el verdadero cristiano es un luchador que castiga su cuerpo y lo reduce a servidumbre. Es el gobierno de uno mismo, orientado al amor de Dios.
Después de esta reflexión, nos puede venir la duda. Y el pensamiento se aferra a esa frase que oímos porque nos sorprende también a nosotros. ¿Cómo Dios va a querer nuestro sufrimiento? Dios no puede querer el dolor del hombre.
Contemplado así, en esta perspectiva humana, el dolor es algo que repugna, que no atrae. Sin embargo, si seguimos con detenimiento el Evangelio, vemos a nuestro modelo, a Cristo, que no sólo acepta el dolor, sino que lo asume por completo.
El corazón, sin querer, sufre ante los dolores físicos y morales que padeció Cristo en la tierra. No hay dolor como su dolor, dice el Salmo. Toda su vida se puede resumir en la Cruz. Y nos lo dejó escrito: «Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, coge tu cruz y sígueme».
Con la desobediencia de nuestros primeros padres, el dolor tuvo su entrada en el mundo. Los hijos nacen con dolor, y ganar el pan de cada día es producto de un esforzado trabajo. Cristo nos deja el signo de la cruz escrito en su misma sangre. Al querer despojar de sufrimiento al cristianismo, lo convertimos en una doctrina blanda, sin sentido.
El sacrificio es la oración del cuerpo, es el holocausto, de agradable olor, que llega directamente a Dios.
Tenemos experiencia personal de que cuanto más condescendientemente tratamos a nuestro cuerpo, más nos esclaviza. Es un auténtico tirano, que se aprovecha de nuestras flaquezas para hacerse dueño de la situación.
¿Por qué nos da miedo la mortificación? Quizá porque le damos solamente una dimensión negativa, de desasirnos, de olvidarnos de nosotros, cuando lo principal es lo positivo, sin excluir la negación de uno mismo. El fin es unirnos al Señor, asemejarnos a El, imitar su vida, que llegue a ser, realmente, nuestro modelo.
Es el fundamento de todas las virtudes y la fuente de todos los bienes. En la cruz se encierra la entrega a los que nos rodean, la familia, los amigos, los enemigos. Se acepta la incomprensión, la fatiga y el esfuerzo. Y produce felicidad. San Pablo, después de contarnos todas las tribulaciones que ha pasado por amor de Dios, añade que «abunda y sobreabunda en gozo, en medio de sus tribulaciones».
En la cruz está la salvación y la vida. No es terrible el padecer, ya que el mismo Cristo nos dice que su yugo es suave y su carga ligera.
Hay que comenzar por lo pequeño, por lo cotidiano, por lo que nos surge al paso. Aceptar libremente ligeros padecimientos de contradicción. No pretender conseguir siempre lo que queremos, no tener siempre razón, dejar que los demás hagan y digan según su gusto.
No sólo vamos a quitar de en medio lo que nos pueda apartar de Dios. Vamos más allá, a darle incluso lo que es bueno en sí. Ofrecer alegrías, privarse de algún placer, imponerse algún trabajo. Todo con alegre disposición y rectitud interior.
«La oración se avalora con el sacrificio» (Camino, 81). Sacrificio escondido que sólo debe ver Dios y cuyos efectos los tienen que recibir los demás.
Que nuestra mano izquierda no sepa, no conozca, lo que hace la derecha. Prudencia y discreción. Imponerse un sacrificio que nos obligue a abandonar el trabajo o la familia es desequilibrar nuestra vida para llamar la atención sobre nuestros actos. Cuanto más pequeñas sean y más insignificantes, más ocupados vamos a estar en esos encuentros continuos con Dios; y será más difícil que se alimente la soberbia, porque a nuestros ojos parecerán mortificaciones ridículas; sin embargo, Dios les dará su justo valor.
Mortificaciones interiores que van directamente a la raíz del mal, que nos hacen conocernos y que nos van a servir para moldear el carácter, el modo de ser y de comportarnos con los demás.
Aquí, juegan un papel importante la imaginación y la memoria, que suelen actuar conjuntamente; el recuerdo y las imágenes proporcionan material al entendimiento. La mortificación no debe atrofiar, sino encauzar y disciplinar esta actividad, sujetándola al dominio de la razón y de la voluntad. Los pensamientos, inútiles sirven para distraer la atención de Dios. Se llena la mente de un tropel de imágenes que la desvían de lo principal y que pueden llegar a conducirnos, si no las vencemos, a tentaciones más fuertes y más difíciles de superar. Hay que servirse de la imaginación para fomentar la piedad, para pensar e imaginar cosas que sean del agrado de Dios.
Sin olvidar la mortificación del cuerpo, que ayuda a mantenerlo ágil y despierto para la hora de la lucha. Mortificación moderada, pero necesaria, realizada siempre desacuerdo con el director espiritual. Es necesario que él mida nuestras fuerzas para no caer ni en el exceso ni en la deficiencia. San Pablo, en su epístola, nos recuerda: «¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Por ventura no sabéis que vuestros cuerpos son templos donde habita el espíritu Santo?». Hemos de respetar al cuerpo como un miembro de Cristo.
En el sufrimiento nos purificamos y nos acercamos más a Cristo; entonces comprendemos que no sólo es nuestro modelo, sino que, además, se convierte en colaborador, en el que confiamos, para poder emprender, primero, y llevar a cabo, después, todo lo que se refiere a nuestra salvación. Se fortalecerá la voluntad porque «todo lo puedo en aquel que me conforta». Nos hemos hecho fuertes en la fortaleza de Dios: «el Señor es mi fortaleza». Y libres, porque no nos hemos dejado llevar por nuestras propias inclinaciones; hemos aprendido el fin propio de la mortificación, que consiste en someternos, por amor, a la voluntad de Dios.