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MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz
Los clavos
He crucificado con mis manos a más de un centenar de hombres, y nunca me ha temblado el pulso al hincar en sus muñecas los hierros que debían sujetarlos al madero. He oído sus súplicas y sus gritos de horror. He visto cuerpos jóvenes y robustos bañados en sangre, mordidos por el látigo implacable de los flageladores. He asistido impávido a su muerte y he quebrado las piernas de los cadáveres mientras espantaba las aves carroñeras que acudían en bandadas para darse un buen festín. He comido y bebido junto a las cruces de los sediciosos, y he contado chistes obscenos a los demás soldados de la guardia mientras los enemigos de Roma agonizaban a pocos metros de distancia.
Nuestra misión consistía en evitar que se aproximaran a las cruces los cómplices o los parientes de los ajusticiados. Una tarea sencilla, ya que nadie lo intentaba. El olor de la sangre y los lamentos de los moribundos bastaban para alejar a la multitud. Solo las mujeres, las madres o las esposas, tenían el valor de acercarse y nosotros se lo permitíamos. No eran un peligro.
Así de simples fueron las cosas, hasta aquel día. Cuando llegó el Nazareno al Calvario había una singular expectación. Yo mismo clavé en lo alto del poste vertical de la cruz el letrero con la causa de su condena: «Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos». Era una especie de insulto dirigido a aquellos fanáticos hebreos que no acababan de someterse al César. ¡Este es vuestro rey!, les decíamos. Pero, cuando agarré su brazo izquierdo y puse el clavo en el punto exacto, sentí algo imposible de describir. Noté por un momento que millones, cientos de millones de manos cómplices aferraban el mismo clavo y el martillo que iba a golpearlo.
Quise soltar el martillo. ¡Aquella carcajada! De verdad que la oí con toda claridad. Jesús entonces me miró en silencio, sin un reproche, casi con ternura. Y yo hice mi trabajo. La sangre del Nazareno me salpicó el rostro.
El perdón
La cruz del Nazareno fue alzándose del suelo lentamente. El cuerpo del reo, sin otra sujeción que los clavos, se zarandeaba como un trapo sucio movido por el viento. Los condenados a muerte, en ese terrible trance, suelen gritar como animales torturados. El rey de los judíos, no. Con los ojos abiertos y la mirada en lo alto, se diría que quería ascender más aún, por encima de las nubes.
¿Por qué nos quedamos todos mirando esa cruz, y solo esa?
Su madre, que hasta entonces había permanecido postrada en tierra con la cabeza cubierta por un manto azul, empezó a levantarse despacio, igual que el hijo. Ya en pie, se despojó del velo y vi sus ojos llenos de lágrimas que parecían acariciar el cuerpo del Galileo.
Quiso acercarse un poco más. No pude impedírselo y ella me sonrió agradecida. Luego, en un gesto de increíble ternura, sacó un pañuelo blanco y limpió la sangre que aún bañaba mi rostro, la sangre de Jesús.
Los otros soldados de la guardia me llamaron para que participara en el reparto de los vestidos. Dijeron que había una túnica valiosa; pero yo no podía moverme. Junto a María y a las demás mujeres, mis ojos estaban atrapados por aquel cruce de miradas.
Unos segundos más tarde, Jesús elevó la vista al Cielo y, con voz rota pero clara, exclamó:
-¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!
Tardé mucho en reaccionar. De pronto comprendí que, por primera vez después de años, estaba llorando. Y me alejé de allí a toda prisa.
¿Quién era ese Padre que debía perdonarme? ¿Qué significaba aquello? ¡Claro que sabía muy bien lo que había hecho!: cumplir órdenes, como un buen soldado de Roma. Y sin embargo, la sangre de Jesús aún ardía en mis labios, y, sin saber por qué, vinieron a mi memoria otros episodios de mi vida de los que nunca me he sentido orgulloso. Y supe que debía pedir perdón al Nazareno, también por ellos.