-
Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Todo lo hago nuevo (Ap 21, 5).
El Diluvio universal era en sí mismo un anuncio de lo que está sucediendo esta mañana gloriosa de domingo. Dios respondería al pecado del hombre y al consiguiente deterioro de la Creación con una nueva obra creadora, más excelente y gloriosa aún que la primera. Todo sería borrado y hecho de nuevo; Yahweh pisaría sobre las huellas de la historia antigua, eliminándolas definitivamente, del mismo modo en que quedó asolado el mundo por las aguas del Diluvio, e instauraría su Nueva Creación, a partir de un nuevo linaje, que, como el de Noé, poblara la tierra. En esta mañana del primer día, la historia no se repite, sino que se deshace, permitiendo el alumbramiento de un mundo y una historia radicalmente nuevos.
Sobre el escenario de la primera caída se posaron los pies de Dios hecho carne, y surgió un nuevo árbol, el de la Cruz; un nuevo Adán, Jesús de Nazaret; y una nueva Eva, María. La batalla que se entablara el primer día tuvo de nuevo lugar, y, como entonces, se cometió un pecado horrible, pues el fruto divino del árbol nuevo fue devorado sacrílegamente por los hombres, incitados por Satanás. Pero, en esta ocasión, el antiguo enemigo fue derrotado por el nuevo Adán: Él no era ahora el pecador, sino la víctima y la ofrenda, y así, constituido en cabeza de la Humanidad, al sufrir en su carne de hombre, siendo Hijo de Dios, las consecuencias de la transgresión, canceló la deuda que pesaba sobre el género humano.
Nos encontramos ahora en el momento inmediatamente posterior. Tras llevar a cabo su pecado, Adán y Eva recibieron la visita de Yahweh. Abrir sus oídos a las palabras del Maligno había supuesto para ellos desechar la Palabra de Dios y cerrar sus ojos a la presencia de su Hacedor. Por decirlo así, su existencia «se dio la vuelta», y a situarse frente al Enemigo dieron la espalda al Amigo que, hasta entonces, habían tenido frente a ellos. Tras pecar, no pudieron calibrar en un primer momento las consecuencias de su acción, puesto que sus ojos habían quedado cerrados a la luz. Por eso, será Dios quien ahora les busque y les salga al encuentro. Esta visita será distinta a las anteriores, cuando el Señor hablaba con el hombre como se habla con un amigo. En este primer encuentro de Adán con su Dios tras la caída, como en un encuentro de la luz con las tinieblas, el verdadero alcance del pecado y sus consecuencias quedarán al aire por vez primera, y el pecador no tendrá más remedio que abrir por un instante sus ojos ante el calibre de su acción. La maldición que tiene entonces lugar no es un decreto dictado en ese instante por un Dios vengativo, sino el esclarecimiento de la obra que el ser humano, en mal uso de su libertad, ha llevado a cabo. Ante su vista se despliegan, una por una, todas las consecuencias de su pecado, y se abre el oscuro horizonte que para su vida ha forjado, al escuchar y obedecer las palabras del Satán y dar la espalda a la Palabra de Yahweh. Comienza así la Historia del hombre, vuelto hacia el mal y encadenado por el Maligno, en un mundo arrancado de su Dueño y entregado al Príncipe de las Tinieblas.
Hemos de prestar una atención exquisita, y abrir de par en par los ojos y oídos del alma, porque, en esta mañana de domingo, nos encontramos en el momento en que Dios pisa con sus pies de luz sobre estas huellas, marcadas en la tierra desde la noche de los tiempos. También ahora, cometido al pie del Árbol de la Cruz el horrible pecado del que Dios había de obtener la salvación para los hombres, éstos ignoran su verdadero alcance. Sus ojos siguen cerrados a la luz, y, como entonces, será un encuentro con el Señor del nuevo Edén el que desvele las consecuencias y el fruto de la Pasión de Cristo. Este nuevo encuentro tuvo lugar camino de Emaús; allí, el Señor salió al paso de su más querida criatura y abrió unos ojos cerrados desde el final de aquella primera cita en un jardín sagrado. Las huellas dejadas sobre la arena de aquel primer encuentro, huellas de maldición y muerte, serán borradas por los pies de Cristo, y en el mismo lugar se alumbrará una bendición que ya nunca será revocada.
La senda que une Jerusalén con Emaús es inmensamente larga; tan anciana y longeva como la Humanidad misma. Recorriéndola puedo asir la mano de Adán con mi siniestra y la de Cleofás con mi diestra. Y así, teniendo frente a frente a los dos hombres en presencia del mismo Dios, cuando se abran mis ojos descubriré un cadáver sepultado a mi izquierda y a un hombre nuevo, otro Cristo, el mismo Cristo, a mi derecha.
Quiero ahora, unido a estos dos caminantes que abandonan Jerusalén sin saber bien dónde pisan, fijar mi mirada en las huellas del camino, para encontrar los pies del radiante Peregrino de la Historia que alumbra sendas nuevas de vida eterna sobre las viejas veredas.