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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
DEJAOS PERSUADIR, RECTORES TODOS DE LA TIERRA
La formación espiritual
Este comienzo de la formación consiste en ir incorporando a nuestra vida las nuevas enseñanzas. No sólo con el afán de aprender, de saber más, sino con el deseo de que esta vida divina llegue a formar parte de nosotros mismos.
Adquiriremos conocimientos que nos harán pensar porque no llegamos a entenderlos bien. El diálogo con ellos ha de ser prudente. Primero aceptar, saber tener una base fuerte, cierta y profunda. Ya llegará el momento de especular. De la discusión y de la duda nunca ha salido la luz, casi siempre sucede lo contrario. Es esta una buena preparación para aceptar el misterio; la fe vuelve a ocupar el lugar que le pertenece. El reconocimiento de nuestra limitación es siempre agradable a Dios porque encierra humildad. Qué sorpresa nos produciría la rebelión de una hormiga poco dispuesta a aceptar nuestra propia existencia. Pues ésta puede ser, en ocasiones, nuestra posición con respecto a Dios. No podemos abarcarle en nuestra pobre inteligencia; rendidos ante El, lo aceptamos.
En esta nueva vida junto a Cristo no es normal pasar sin tentaciones. Pueden surgir, permitidas por Dios, contradicciones o fulgores de luz que nos hacen caer. Aun en medio de una vida santa, la tentación existe, hace dudar, porque ahí, precisamente, es donde se prueba el amor. No sería lógico que Dios nos rodeara de un muro inquebrantable, que al enemigo le resultara imposible tocar. El mérito se consigue a base de lucha. El descubrimiento de la propia debilidad, incluso la caída, son situaciones que producen cierto amargor si no las aceptamos, porque demuestran lo poco que podemos sin la gracia divina, pero que, aceptadas, hacen nacer la confianza en Dios, que a su vez nos llena de serenidad y de paz. Un corazón contrito, después de una falta —ya sea grande o pequeña— llega a El sin necesidad de intermediarios. Al reconocer nuestra debilidad, vamos a buscar en la vida de Cristo lo que necesitamos para imitarle: ¿qué hizo Jesús en esta ocasión?, ¿qué pudo aconsejar?
Desde el momento en que nos dejamos formar, la claridad de la doctrina infor¬ma y descubre en toda su amplitud el modo de orientar nuestra vida. Ya está fijada la meta a conseguir; la propia santidad. Con unos medios que tienen la fuerza de haber hecho santos a través de los siglos, y de ser asequibles a todos. La formación que vamos recibiendo nos coloca en la posición de un niño que quiere aprender de labios de su Maestro hasta lo más pequeño.
Disposición activa y reflexiva, sin dejarnos llevar por la imaginación o por la pereza, evitando la curiosidad malsana que nos puede conducir a la negación; atentos a la ilusión de ir conociendo facetas de un Dios al que nos vamos a entregar. Conocimiento que —dada nuestra limitación— no puede ser total e instantáneo, sino que será paulatino y desde diversos puntos. Por eso, en esta fase primera de la formación, el admirar el amor de Dios hacia nosotros y nuestro interés en el aprendizaje nos lleva a asombrarnos de su Providencia. Todo pensamiento, y más cuando tiene una cierta profundidad, ocupa un tiempo que es vital; sin él se empezarían a borrar esos rasgos de Cristo que comenzaron a imprimirse en nosotros.
Los hombres sabios, los inteligentes, son precisamente los que saben escuchar, los que admiten otras opiniones, porque de este modo se enriquecen con las nuevas aportaciones que les brindan aquellos que se acercan a su vida.
Nosotros necesitamos conocer, con una extensión realmente amplia, todo lo relativo a la fe, con esa fuerza que da el deseo positivo de aprender, para llegar antes al Amor.
Dejamos al hijo pródigo a los pies de su padre, escuchando las nuevas indicaciones, los modos de hacer las cosas, algo diferentes a cuando él estaba. Ya se cuida de no intervenir en el monólogo paterno, con cuánta atención bebe las palabras de su padre, porque su intención es querer lo que él quiere. Posiblemente, sobre la marcha, encontraría cosas que no fueran de su gusto o incluso le produjeran dolor porque en su tiempo no se hacían así.
Es diferente la actuación del hijo mayor; se deja llevar por la envidia porque piensa que a él nunca le ha ofrecido su padre un cabrito para comerlo con sus amigos. El enfado es manifiesto, no se alegra de la vuelta del hermano, piensa sólo en lo que en este momento cree que es una ofensa personal.
¿Cuál debería haber sido su actitud desde el momento que se marchó su hermano?, nos preguntamos.
Con un poco de cariño es fácil la explicación. Ir a su encuentro, buscarle por ciudades y aldeas; no dejarle solo, porque conocía el sufrimiento del corazón de su padre. Tendría que haberle hecho daño la tristeza paterna.
Por tanto, su indiferencia ante la marcha y su reacción ante la vuelta del hermano demuestran que era un alma de miras estrechas.
El desentenderse de lo que acontece alrededor nuestro y dejar solo al que yerra no es enseñanza divina. No se puede abandonar al que no piensa como nosotros, ni despreciarlo; he aquí lo más importante que debe aprender, en ese primer período de aprendizaje, de vuelta en el hogar, el nuevo cristiano. Amplitud de miras que va a abarcar todas las situaciones de todos los hombres. Y por supuesto que no va a producirle envidia o escándalo el agasajo de Dios a alguien que no sea él mismo.
Esa reflexión de que hablábamos antes es tan importante que en ella el descubrimiento de la propia flaqueza va a suponer una gran comprensión ante la debilidad de los demás.
La Virgen «ponderaba las cosas en el corazón». Sabemos que en ella no hubo nunca un pensamiento de rebeldía ante la Voluntad divina, que se manifestó en todos los momentos de su vida.
Ponderar, pensar con auténtica admiración lo que la gracia va realizando en nuestro interior y que indudablemente repercute en nuestras acciones externas. Cuando se da tiempo a la reflexión se comprenden las cosas, no entra la duda a ser dueña de la situación, no deja paso al engreimiento propio. En caso contrario, cuando actuamos con prisa y con irreflexión, buscamos la admiración de quien nos escucha, de quien nos forma. Descubrimos que todavía nuestro yo no ha sido desplazado, se advierte en la exposición de los temas la falta de estudio y conocimiento, la ligereza de opinión. Es algo verdaderamente sorprendente escuchar de labios de un enfermo, que en su juventud había recibido doctrina y ejemplo cristianos, una frase vacía, des-pués de una conversación seria y profunda con un buen sacerdote que le fue a hacer compañía una tarde: «media hora más y lo convierto a mi religión».
Por eso, la humildad es virtud funda¬mental para el que vuelve, y nuestra vida es un constante volver a empezar.
Y esta formación, ¿cuánto dura?, ¿qué verdades fundamentales hay que llevar a estudio? ¿No ocupará mucho tiempo? Para nosotros, que vivimos en un siglo dinámico que va encasillando quehaceres y dándolos por terminados para siempre en un tiempo determinado, es un poco dura la respuesta: toda la vida.
La adquiriremos junto a Dios en la oración, en el dolor, en las directrices de la Santa Madre Iglesia. Sin darnos mucha cuenta, si lo hacemos así, conseguiremos una gran seguridad en Dios y una desconfianza en nosotros mismos que nos hará servir al Señor con temor santo.