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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Tristes y llorosos»
Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron (Mc 16, 9-11).
Nada nos dice el discípulo amado acerca de la respuesta que tuvo en el Cenáculo este nuevo anuncio de María Magdalena. Será San Marcos quien haga llegar hasta nosotros la reacción de aquellos hombres.
Cuando, por vez primera, María cruzó aquella puerta anunciando el robo de un cadáver sin haber siquiera presenciado el supuesto delito, su noticia fue acogida y sembró el temor y la tristeza entre quienes la escuchaban. Pero ahora se presenta como testigo del alba entre un puñado de hombres dormidos, «tristes y llorosos», afirmando haber visto con sus ojos al Señor de la mañana, y no se concede el menor crédito a su noticia. No es fácil despertar al hombre dormido.
¿Quién dio crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yahweh ¿a quién se le reveló? (Is 53, 1).
A lo largo de veinte siglos de historia del cristianismo, hemos visto a muchos santos pasar por locos y a muchos locos pasar por santos. La lógica de las tinieblas es implacable, cerrada hasta la obsesión. Le resulta más fácil llamar neuróticos a los místicos y retrógrados a los santos que abrir las ventanas para dejarse despertar por la luz que ellos anuncian. Y así, mientras goza de inmenso prestigio y aceptación cuanto hagan o digan cantantes, deportistas, modelos o políticos, cuya catadura moral sólo en ciertas ocasiones se pone en duda, el apóstol de la luz verdadera debe contar desde el principio con la soledad como compañera de camino.
Predicando a un grupo de chiquillas adolescentes, descubrí que gran parte de ellas conocía con gran lujo de detalles la vida de Diana Spencer, del mismo modo que yo conozco la de Santa Teresita del Niño Jesús. Cuando mi predicación se orientó a proponer a la Santísima Virgen como modelo de mujer, y a resaltar en ella un ideal de virgen, de madre y de esposa, la sala se llenó de risas contenidas y cuchicheos. Al volver a mi parroquia descubrí, en uno de los salones, una imagen moderna de la Madre del Señor peinada como Julia Roberts.
La lógica de las tinieblas tiene sus santos, sus modelos, y estos modelos son profundamente tiránicos. Mientras los santos nos invitan a meditar, a calar hondo en nuestra vida interior, y a abrir ventanas que, a la vez que nos muestran el rostro de Dios, nos promueven profundamente como personas, estos modelos tan idolatrados se imponen cerrando ventanas y cercenando inteligencias. Ofrecen a nuestros jóvenes el camino más cómodo, puesto que, al dárselo todo ya pensado, le ahorran la fatiga de decidir.
La soledad de María Magdalena, pregonera de la luz en un Cenáculo a oscuras, tenida por loca y arrastrada fuera del campo de juego por una lógica de muerte, es la soledad que acompaña al alma de oración. Lleva dentro de sí un mundo de vida eterna, un tesoro incalculable de gracia y de Amor, y no puede compartirlo con nadie porque no es creída. Cuando abre las manos mostrando a los hombres maravillas que embelesan a los ángeles, recibe por respuesta la indiferencia o la incomprensión, cuando no la burla y la descalificación. Sufre porque no es comprendida, pero más aún sufre porque aquello que más ama es despreciado. Gritaba Francisco de Asís por las calles y las plazas su llanto de loco, de santo, de amante y de sufriente: «¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!». Y aquellos que le oían, que no amaban al Amor, no pudieron comprender el inmenso dolor que abrasaba a aquel que creían un chiflado.
Pero, al final, Francisco, Juan María, Teresita, Teresa, Juan y María Magdalena, como tantas otras almas enamoradas y libres, no necesitaban el mísero salario que este mundo da a los suyos. Tenían mejor Pagador, y lo sabían. Por eso llegaron hasta el final.
Hemos visto la luz, hemos acompañado en su despertar a esta mujer de Dios, y a su lado hemos dejado que el Señor abra en nuestra alma ventanas de vida eterna. Pero Jesús de Nazaret, recién levantado y gozoso, dueño del alba, camina ya en busca de más ventanas cerradas, de más cortinas corridas, dispuesto a amanecer en cada alcoba. Volvamos a las tinieblas; acompañemos en los últimos momentos de su sueño a estos amigos del Señor, y quiera Dios que, con ellos, también nosotros despertemos de la noche que aún nos ciega. Dos caballos acaban de partir, a paso lento, a trote cansado. A ese trote quiero ahora sumar mis pasos, porque es hora de despertar y el Nuncio de la mañana no anda lejos...