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30 agosto 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Modelo y ayuda para vivir todas las virtudes (1 de 2)
La Virgen María vivió en su plenitud todas las virtudes, y como buena Madre, nos enseña tal multitud de aspectos de la vida interior, que no es posible clasificar por su inmensa variedad. Son lecciones hondas y fundamentales, o una breve luz que ilumina aparentemente un instante pero que queda grabada para siempre.
Las virtudes cristianas están íntimamente vinculadas, y se ha de luchar por vivirlas en cualquier circunstancia en que nos encontremos. Para ello es necesario que se dé en nosotros una coherencia vital, basada en que somos hijos de Dios, hijos de Dios en Cristo; cuando Dios Padre dice: Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. La Madre de Dios, Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!
La Virgen María nos alcanza a los hijos de Dios esa unidad de vida porque nos centra en Jesús: Si, viviendo en Cristo, tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento. Así vivió la Hija predilecta de Dios: plenamente centrada en Jesús.
Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria. Pídelo conmigo a Nuestra Señora.... Ella nos ayudará a ser santos en medio del mundo, pues según explica San Ambrosio: «Como flores en alegre jardín brillan en el alma de María las virtudes: en su pudor múestrase el recato; en su fe, la firmeza y el valor; en su devoción, el amor obsequioso»; y San Buenaventura expone otra comparación: «Como el océano recibe todas las agua, así María recibe todas las gracias. Como todos los ríos se precipitan en el mar, así las gracias que tuvieron los ángeles, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes se reunieron en María».
¡Cuánto crecerían en nosotros las virtudes sobrenaturales, si lográsemos tratar de verdad a María, que es Madre Nuestra! «Dios dio el nombre de mar a la reunión de las aguas —dice San Bernardo—, y a la reunión de todas las gracias le llama María». Aquí se considerará brevemente la raíz de todas las virtudes: la caridad, el amor a Dios y a los demás, que es el mandamiento nuevo revelado por Jesús, y vivido plenamente por nuestra Madre. Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque «no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial».
Cualquier suceso de la vida de la Santísima Virgen revela la inmensidad de su querer. Puede considerarse, por ejemplo, la Presentación de Jesús en el Templo. La exhortación Marialis cultus destacó —siguiendo la tradición—, junto a la entrega del Verbo encarnado a Dios Padre, cómo se daba «en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito». Contemplar a la Madre ofreciendo al Hijo pone una vez más de manifiesto una característica que abarca la vida de la Virgen: su amor generoso.
Al presentar a Jesús en el Templo, la Virgen da el Hijo a Dios; y su íntima alegría al ofrecer a Dios Padre lo que más ama no queda apagada por las palabras de Simeón, que profetiza cómo el dolor le atravesará el alma cual una espada. Ella ya sabe, desde que dijo fíat, sí, al anuncio del ángel, que su vida está íntimamente unida al sufrir del Varón de dolores, pero también es consciente de que con su generosidad trae la salvación al género humano. El gozo de la Madre de Dios es saberse instrumento para que nosotros alcancemos la dicha de tener a Dios como Padre, mediante la Redención del Hijo.
Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón «aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos». La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos». Esa entrega de su Hijo la hizo la Virgen, dice Hesiquio de Jerusalén, «no por sí, sino por todo el género humano», olvidada de sí misma, para bien de todos los hombres.
La generosidad es una virtud esencialmente alegre. Una persona feliz es la que sabe darse a los demás con un olvido pleno de sí misma. El gozo que lleva consigo la generosidad alcanza su grado máximo cuando se refiere a Dios. El que es magnánimo con Dios y lucha en concreto para darle cada día más y más, y hasta la vida entera si se lo pide, consigue una alegría profunda que no le será arrebatada.
El amor a Dios lleva a cumplir con fidelidad lo que Él tiene establecido para cada uno de nosotros: nuestra vocación; como cumplió la suya, libremente, la Virgen Santísima: Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la «libertad de los hijos de Dios».
Esa libertad amorosa que lleva a ponerse plenamente en las manos de Dios necesita la fe en El, la confianza en su divina bondad. Y también para alcanzar esa fe hemos de rezar a la Virgen: Maestra de fe. «¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandevas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea.