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3 agosto 2025

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Mi Dios y vuestro Dios»
Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. El ángel de Yahweh se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la zarza estaba ardiendo, pero que la zarza no se consumía. Dijo, pues, Moisés: «Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza». Cuando vio Yahweh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». Él respondió: «Heme aquí». Le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios (Ex 3, 1-6).
El árbol genealógico que unía a Dios con su pueblo, ese árbol milenario y robusto, herido por mil hachazos y jamás derribado, era sagrado y terrible. Cada retoño que en él brotaba se sentía estremecer de vértigo cuando, zarandeado por la más pequeña brisa, miraba con temor hacia aquel tronco vigoroso que le sostenía anclado en las alturas. Incrustado en la tierra santa, sus raíces las sostenía el propio Yahweh. Desde allí ascendía el linaje del hebreo, elevándose a lo largo de generaciones y generaciones. Ese tronco estaba abierto y sangrado desde su base, Adán y Eva, y en él se mezclaban la fe de Abraham y los pecados de multitud de hombres. Entre el nuevo brote y la raíz, la distancia era ya casi infinita. Por eso, cuando Moisés, frágil retoño entonces, escuchó la voz del Dios de Abraham, al recorrer con su mirada el tronco entero sobre el que se mecía, sintió vértigo y cubrió su rostro aterrorizado. Abraham estaba muy lejos para aquel joven hijo de Israel; pero más lejos aún, a una distancia insalvable de historia y de santidad, estaba Aquel cuyo nombre era impronunciable. De esta forma era Padre Dios para el judío, y de esta forma entendemos que supusiera una blasfemia el que Jesús de Nazaret, un hombre, un hebreo, burlando la altura estremecedora de aquel árbol, se refiriera a la paternidad de Dios llamando a Yahweh su Abbá, su «papaíto».
Pero en esta primera hora del alba, los dedos de Cristo están corriendo las cortinas, y, al asomarnos a la última ventana que, abierta de par en par, ha llenado nuestras almas con la brisa fresca del día, habremos de contemplar un paisaje sorprendentemente nuevo. Ha pasado una noche terrible de tormenta, y el árbol de Adán, de Noé, de Abraham, Isaac, Jacob, Judá, Moisés, David y Salomón ya no está. Durante la tempestad, un hombre llamado Jesús de Nazaret, hijo, según se creía, de un tal José, artesano, osó escalar sus ramas y clavarse a ellas con tres clavos, empapando su cuerpo con la resina de púrpura que brotaba de todas las heridas infligidas a aquel tronco por los pecados de los hombres. Y cuando él estaba allí, hecho una sola cosa con el árbol, un rayo terrible, que llevaba en sí todo el odio y la maldad acumulada en los corazones humanos, un rayo lanzado por el mismo Satanás le traspasó de parte a parte hasta hacerle morir. Junto al hombre cayó también el árbol, consumido como él por la fuerza de aquel rayo de pecado. Había sido la noche del «poder de las tinieblas» (Lc 22, 53).
Pero la noche y la tormenta más aterradoras de la historia han pasado ya. Y, al asomarnos de nuevo a la ventana recién abierta por unos dedos de luz, descubrimos que aquel árbol ya no existe. El rayo pudo con él, y quedó reducido a cenizas. Sin embargo, la tierra no muestra herida alguna, ni cicatriz de fuego ni el negro llanto de la desolación tras el incendio. La hierba es verde y fina, fresca y lozana, y un nuevo árbol, recién nacido y tierno, ocupa el lugar de aquel roble vetusto y milenario. Al estremecerse de amor ante una Brisa también nueva, esa recién nacida planta dejar escuchar la voz de Dios. Ya no es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Mejor dicho, es Él, Él mismo, pero tiene un nombre nuevo: «Mi Dios y vuestro Dios». Es el Dios de Jesucristo, quien ahora ha ocupado el lugar de Abraham, pero es también el Dios de María, porque ella misma se descubre esta mañana insertada en ese árbol, como el sarmiento en la vid (cf. Jn 15, 5). A través de sus ramas fluye ahora una savia nueva, un Espíritu nuevo, una gracia nueva, el alimento de los hijos de Dios.
Y, recién nacidos, aún balbucientes y recorridos por un escalofrío de asombro y de júbilo, hemos de asomarnos a esta ventana y contemplar el que ya es nuestro árbol genealógico, porque ahora somos hijos de Dios en Cristo. No estamos a una distancia casi infinita de la raíz, como lo estuvo Moisés, heridos de muerte por los tajos que el hacha cruel del pecado había asestado en el tronco. Los hijos ya no han de cargar con los pecados de los padres, porque ahora cada uno de nosotros hemos sido injertados en el mismo Jesús de Nazaret, y las señas de identidad de nuestro Dios se nos acaban de presentar de un modo nuevo: «Mi Dios y vuestro Dios».
Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3, 3).
Este árbol lozano y fresco, al que pertenecemos cada uno de los cristianos, es el objeto de una de las parábolas más hermosas que Jesús pronunciara en su paso por la tierra. Quiero terminar con ella la meditación de estas palabras, porque bajo su luz es fácil sentir, en esta primera hora, la frescura de la gracia divina recién alumbrada en nuestras almas. A la música que alumbra en la mañana la palabra de Cristo quiero unir mi acción de gracias por una nueva Creación que es de Dios y es también nuestra:
«El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13, 31-32).