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26 agosto 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
Ser sal y ser luz
Hay que estar prevenidos para no alterar la verdad. Y oímos que la verdad esclaviza, o que hace tiranos, y casi nos convencemos de ello, porque en esos momentos hay algo que nos cuesta aceptar, y la postura más fácil es echarle la culpa a la verdad.
Una vez serenos, nos damos cuenta de que la verdad sirve, hace hombres libres. Es Dios el que se esclaviza a nuestra limitación. Es el mismo Dios el que nos sirve esa verdad, porque El mismo es el que se entrega.
Somos libres ante la verdad y, al aceptarla, alejamos de nuestra vida —porque queremos— aquella frase que leímos en el Evangelio y que fue causa de dolor para Cristo: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron».
La Iglesia custodia esa verdad y nosotros queremos adquirir el compromiso de propagarla. Somos esa sal y esa luz puestas, exclusivamente, para influir en todos los ambientes, en todas las situaciones por difíciles que sean. No damos cabida a la pasividad o a la indiferencia porque es el mejor modo de presentar un flanco descubierto al enemigo.
Sal que debe salar y luz que debe iluminar; sal insípida o luz débil que tomarán en seguida un nuevo sabor y un nuevo brillo, que les dará la fuerza del bien, para que nuestras acciones libres y audaces consigan atraer a los demás a la verdad. En palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer, que recogen la idea de San Pablo, «hay que ahogar el mal en abundancia de bien».
Las dificultades que encontraremos para mantener limpia la doctrina de Cristo son tantas, que nos produce un escalofrío aceptar este compromiso apostólico.
La sal que quiere dar su sabor, tropezará en su camino con esas otras sales insípidas que también quieren demostrar que ellas valen para salar. No es fácil la tarea que nos han encomendado. Sin embargo, hay algo que nos puede ayudar a dar sentido a lo que hasta ahora hemos expuesto: «El siervo no es más grande que su amo; si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros».
Portémonos, entonces, como siervos de Cristo, y encontraremos el estímulo para no desfallecer.
Cristo, la Verdad, precisamente para mostrarla, padeció toda clase de tribulaciones. Le seguían para tergiversar sus palabras. Quisieron apedrearle, más de una vez, antes de que llegara su hora. Estudiaban el modo de confundirlo con palabras suaves y engañosas. Le llamaron loco. Querían convencer al pueblo de que era un impostor que venía a engañarles. Se escandalizaron de sus palabras. Y terminó clavado en una cruz.
Padecimiento que, como es lógico, vamos a tener a lo largo de nuestra vida. Aminorado por el mismo Cristo, pero auténtico si realmente nos lanzamos a custodiar la verdad.
Cristo sufre la contrariedad con paciencia y dulzura.
Cuanto más empeño pongamos en esclarecer y amar la verdad y, por supuesto, en difundirla, tanto más seremos tachados de impostores, provocaremos las mismas reacciones que Cristo en los que, de momento, no están dispuestos a aceptarle. Pero ahí está esa paciencia, esa dulzura para esperar que llegue el tiempo.
A todos nos llega ese momento en que, iluminados por la gracia, descubrimos que estábamos en el error o que intentábamos darle a la doctrina esa forma que a nosotros nos convenía, sin tener que esforzarnos para vivirla.
Recordamos —más o menos exactamente— aquella frase de Tertuliano: «Que Roma arde, los cristianos a las fieras. Que Roma no arde, los cristianos a las fieras». Y esto ¿por qué? Es tan sencilla la respuesta, que no damos a veces con ella porque se nos escapa. Nos hemos acostumbrado tanto a las medias verdades, que el encuentro con la verdad absoluta nos asusta, nos da miedo enfrentarnos con ella porque es como mirar al sol.
Nuestra doctrina es algo más que un «credo». Es vida, es lucha, es lealtad, es credo y es amor. «Mostrémonos en todo como ministros de Dios... en medio de infamia y de buena fama, tenidos por impostores, siendo veraces; por desconocidos, aunque muy conocidos».
Hay que ir pertrechados a la lucha. Si vamos dispuestos a recibir honores, es seguro que, en el primer obstáculo, nos retiraremos. Pero si vamos decididos a que Cristo esté de verdad en los corazones de todos, más de la mitad de las tribulaciones desaparecerán, no las advertiremos; porque no nos interesa la honra o la deshonra, sino la gloria de Dios.
Cuando nos sentimos acorralados, porque hemos perdido la visión sobrenatural, nos puede parecer que pertenecemos a una causa, si no perdida, por lo menos impopular. Durante veinte siglos la Iglesia Católica no ha podido padecer más persecución y oposición: se la ha tratado de suprimir y de anular por todos los medios; y siempre ha emergido fuerte, bajo la protección divina. Puede ser que algunos de entre nosotros, precisamente por querer propagar la doctrina, lleguemos a ser perseguidos o maltratados, quizá en el hogar, en la pérdida de beneficios o, efectivamente, perseguidos por la justicia. Todo el Evangelio está repleto de frases de aliento que el Señor dirige a sus amigos: «No temáis. ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Hemos de tener la seguridad de que ni un pelo de nuestra cabeza caerá sin que medie la voluntad del Padre celestial».
Una prueba de amor prepara el Señor a quienes le siguen, «pues a quien ama el Señor, le corrige. Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos». Queda bien explicado que el sufrimiento es un emblema del cristiano. Es común a todos, pero el que se preocupa menos de sí mismo, el buen cristiano, es más sensible a las tristezas de los demás. Añadimos a esto la lucha espiritual que mantenemos, tanto más dolorosa cuanto más en serio nos la tomamos. Y al lado, situamos la confianza en que el Señor nos va a sacar de la dificultad y va a velar constantemente por nosotros. Conforta leer en San Mateo (24,42) que en honor a los elegidos se abreviarán los días de tribulación. El Señor es nuestro refugio, no tenemos que temer: si el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer?
La propagación de la doctrina de Cristo es obra nuestra y nos urge que todas las almas la acepten. El deseo del cristiano es ambicioso y no hay tiempo que perder. Jesús, durante los tres años de su vida pública da la sensación de tener prisa: «Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche y nadie puede trabajar». El Señor llega a consumar su vida, y nosotros imitamos a nuestro modelo, Cristo, y vamos a llevar esa mies con generosidad que no conoce límites, ni cansancio, ni fatigas. Si hay pocos sembradores, con la fuerza del amor, vamos a conseguir para Cristo una legión de almas que a su vez traigan a otras. Vamos a establecer una cadena continua que no dejará paso a la cizaña. Cristo está aquí, Cristo está allí. No les hagáis caso. Lo dice el enemigo para confundir. Y en ese Cristo, aquí o allí, se aprecian algunos valores que pueden ser desvirtuados si no estamos muy atentos. Para evitar esa deformación de la verdad, vamos a contemplar despacio, en silencio, en meditación esas cosas que nos ayudan a encontrarnos más deprisa con Dios. Dándoles ese sentido sobrenatural que tienen y rechazando ideas y formas nuevas que han podido nacer de la pereza o del egoísmo.