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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
ABRAZAD LA BUENA DOCTRINA
La buena doctrina, predicada por Cristo, ha quedado escrita y se ha transmitido, con pulcritud, de generación en generación.
Es una doctrina exigente que enumera una serie de preceptos y prohibiciones. Es una exigencia que, una vez aceptada, vivifica, da calor, que hecha vida en miles de personas, a través del tiempo, las ha conducido a la santidad.
No hace discriminaciones de razas, ni de lenguas. La podemos comprender y vivir todos los hombres. «Id y enseñad a todas las naciones», dijo el Señor. No caben privilegios para sabios, intelectuales o comerciantes, ni es exclusiva de ricos o de pobres. Tiene el carácter de la universalidad.
Por eso «abrazad la buena doctrina» no va dirigido a una persona determinada, es para todos. Fue concebida por la mente del Padre, traída a la tierra por el Hijo y en su entraña, en su raíz, lleva al Amor, al mismo Espíritu Santo.
Se dice que algo es bueno cuando está confeccionado con materiales nobles, y se enumeran éstos para demostrar que aquello vale. Orgullosamente se exhibe una obra de arte porque en ella hasta el autor es famoso.
La buena doctrina ha necesitado y sigue necesitando, para su expansión por todo el mundo, la vida entregada de mujeres y hombres que, al darse cuenta de su valor, la hicieron suya.
Es necesario mantener la pureza de la doctrina y somos, precisamente nosotros, los que tenemos que velar para que no se desvirtúe. El tiempo y la misma debilidad humana, si no se está alerta, pueden ir borrando perfiles importantes y podemos llegar a desfigurar lo que en sí es santo.
Como hijos de Dios aceptamos su ley y deseamos vivirla íntegramente. Pero ya conocemos que el enemigo está al acecho, dispuesto a hacernos caer, si no tomamos en cuenta el «vigilad y orad» para no caer en la tentación.
«El Reino de los cielos —leemos en el Evangelio— es semejante a uno que sembró en su campo semilla buena. Pero mientras su gente dormía vino el enemigo y sembró cizaña entre el trigo y se fue. Cuando creció la hierba y dio fruto, entonces apareció la cizaña. Se acercaron los criados al amo y le dijeron: Señor, ¿no has sembrado semilla buena en tu campo?, ¿de dónde viene, pues, que haya cizaña?».
Nosotros hemos recibido ese campo sembrado con buena semilla. La doctrina de Cristo, regada con su sangre, y con la expansión ya conseguida, es la herencia divina que tenemos entre las manos. Es una herencia que hay que hacer fructificar. Si hasta ahora había una serie inmensa de gentes que también la tenían como suya, nuestra responsabilidad de herederos es conseguir que se conozca aún más, que cada día Cristo pueda contar con más amigos.
El labrador, que es el que entiende de las faenas del campo, sabe escoger el momento oportuno de la siembra y de la siega. Sabe preparar la tierra para que al caer la semilla encuentre ese lecho blando donde puede crecer sin el peligro que suponen las hierbas y las durezas. Encontrará situaciones más o menos difíciles, según actúen las diferentes temperaturas. Sobre todo las heladas y las sequías que son los grandes enemigos del que cultiva la tierra.
Pero el labrador conoce bien cómo tiene que tratarla y, por eso, no aparta la vista del cielo para buscar entre las nubes esa gota de agua o, encorvado en la tierra, arranca despacio y con tino unos principios de raíces malas que, si llegan a crecer, hubieran sido las causantes de que el trigo fuera escaso.
Es su trabajo y lo ama. Si le falta no puede vivir, por eso su afán diario no se ve turbado por la pereza o la desidia. Detrás, aparece siempre el hogar, la familia a quien mantener. Y el esfuerzo que puede costarle agacharse una y otra vez, le compensa porque los suyos son felices.
El dormirse en un momento inoportuno puede dar lugar a que el enemigo, al acecho, se acerque a sembrar cizaña. El desasosiego al aceptar la cizaña acompaña siempre a la duda que quiere arraigar en nuestro corazón. Si no oponemos una dura resistencia a dejarla crecer, es una baza que damos gratis, sin jugarla, al enemigo.
No es nuevo que el salteador aceche. No es exclusivo de estos tiempos que merodee alrededor nuestro para hacernos caer.
Ya en tiempos de San Pablo sucedió algo parecido: «Te rogué —escribía a Timoteo— al partir para Macedonia, que te quedaras en Efeso para que requirieses a algunos, que no enseñaran doctrinas extrañas, ni se ocupasen en fábulas y genealogías inacabables, más a propósito para engendrar disputas, que para servir al designio de Dios en la fe».
El fin de este mandato es la Caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. «Algunos, desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería, pretendiendo ser maestros de la ley sin entender lo que dicen, ni lo que tan rotundamente afirman».
Consuela conocer esta carta de San Pablo, que ya desde el principio, tuvo que luchar contra la enseñanza, por parte de algunos, de doctrinas extrañas.