-
Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Un rostro que habla de Dios
Todas las miradas se han clavado en esa mujer nueva, que camina apoyada en su amado. ¿Por qué callar, si el corazón le estalla de gozo? ¿Qué podría hacerla más feliz que gritar en voz alta a todos los hombres la dicha que incendia su alma?
Pero es él quien ha de hablar primero. Mirando a su amada, y en una confidencia hecha a voz en cuello, como si quisiera ser oído por todos los hombres, relata las proezas que aquella noche realizó el amor.
Estabas dormida, y yo te desperté. Dormías el sueño del pecado, heredado de tus padres, porque fuiste concebida bajo un árbol la noche en que su fruto prohibido fue robado de mis manos por Adán. Sin que tú lo supieras, cuando en tu ceguera desconocías el camino que pisabas, guiada tan sólo por la sed de un amor abrasador, yo te conduje hasta ese árbol en el que, rendido, me clavé en un delirio de pasión por ti. Yo fui su fruto y fui su víctima, y tú permaneciste junto a mí a lo largo de toda la noche. Bajo sus ramas lloramos juntos, porque allí uní mis lágrimas a las tuyas, y juntos pagamos la deuda de aquel pecado. Yo desfallecí de amor, y exhalé mi aliento sobre ti. Tú desfalleciste de tristeza, y así ambos dormimos hasta el alba. Al despertar la aurora te llamé, y tú abriste unos ojos de luz que llevaban cerrados siglos enteros; me miraste y te mostré mi rostro nuevo, hasta que por entero despertaste a la existencia, llenándote de gozo. Bajo ese mismo árbol, convertido ya en árbol de vida, igual que entonces sucedió en las sombras, tú naciste de la luz y fuiste nueva, fuiste mía y yo fui tuyo. Te di un nombre y te cubrí de perlas; vestí tu desnudez con joyas refulgentes, y así, cogida para siempre de mi brazo, te introduje de nuevo en tu ciudad, entre los tuyos, para que todos los pueblos conozcan las maravillas del amor.
Toda esta historia está escrita en el rostro que María, apoyada en la puerta cerrada del Cenáculo como quien desfallece de júbilo, muestra a los once amigos del Señor. Y así, antes de que ella pueda abrir sus labios, el mismo Cristo está hablando a través de su semblante. No deberían ser necesarias las palabras ante una faz tan hermosa y radiante. Nunca la Magdalena se había mostrado tan bella; toda ella es una caricia de la luz. Pero los corazones de los hombres son duros como piedras, y el rayo que troncha los árboles altos apenas hace mella en el pedernal. Además, ¿quién podrá acallar esos ojos que ya brillan con toda la fuerza del triunfo de la vida? No puede, no sabe callar. La alegría que llena su alma es demasiado intensa para permanecer en silencio. Esos labios que ya se abren, ante la mirada atónita de unos hombres incrédulos, son la ventana del Cenáculo en este domingo.
«¡He visto al Señor!»
Y Job respondió a Yahweh: Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. (Escucha, deja que yo hable: voy a interrogarte y tú me instruirás.) Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos (Jb 42, 1-5).
Si alguien me preguntara por la esencia del apostolado cristiano, por su fundamento más radical y básico, y por sus verdaderos motivos, yo no dudaría en mostrarle este brevísimo discurso de María Magdalena: «¡He visto al Señor!». Esa frase, brotada de sus labios con la naturalidad con que brota el agua de una fuente, es toda una lección magistral para el apóstol de todos los tiempos.
Al pronunciar estas palabras, María de Magdala está mostrando a los hombres un camino recién inaugurado a las ventanas cerradas de tantos corazones, y con ello nos enseña el modo de picar con la aldaba en las puertas haciendo sonar la llamada de Dios.
Ni la predicación propiamente dicha ni la catequesis existen todavía; después de Pentecostés las veremos surgir como un caudal de Espíritu derramado sobre los hombres. Pero la predicación, entendida como una exposición sistemática de las verdades de la fe, no está al alcance de todos, sino de aquellos a quienes les es concedido ese don. Sostener que la predicación es la única forma de apostolado cristiano equivaldría a dejar toda la tarea de difusión del Evangelio en manos de los sacerdotes, catequistas o aquellos que han recibido la gracia de enseñar. La exigencia apostólica, en cambio, es universal, y no puede identificarse en modo alguno con una función dentro de la Iglesia, para la cual existan órganos designados específicamente. Por fortuna, en la Iglesia de Jesucristo no hay un departamento de ventas. El fuego se extiende solo, no necesita más que un soplo de brisa y un campo que incendiar.
Esta maravillosa pirómana del alba está gritando a los corazones fríos que todo cristiano es apóstol, aunque no todos posean la gracia ni la misión de predicar.
No ha preparado ningún discurso, porque la urgencia del amor no le ha dejado apenas tiempo para pensar. Muy probablemente, si hubiera querido preparar una disertación no hubiera llegado a abrir la boca: ¿Cómo expresar nítidamente aquellas realidades que aún la tienen sobrecogida? ¿Cómo hacer entrar el océano que se ha abierto ante ella a través del caño finísimo que es la palabra humana?