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15 agosto 2025

La Pasión

MONASTERIO. Relatos a la sombra de la Cruz

El juicio
Me llamo Claudia Prócula y estoy casada con Poncio Pilato, Procurador de Judea.
Mi esposo es un hombre justo e inteligente. Si hubiera contado con el favor del César como otros funcionarios de la Urbe, hoy no estaríamos aquí, en esta lejana provincia del Imperio, rodeados de gentes incultas y fanáticas. Tiberio nos destinó a Jerusalén hace casi diez años y, desde entonces, solo pensamos en volver a Roma.
Recuerdo cuando vi a mi marido por primera vez. Era un patricio alto y apuesto, de una de las familias más nobles de la Ciudad. Era elocuente e ingenioso, hablaba griego con fluidez y comprendía otras lenguas extranjeras, como el árabe y el arameo. Todos le auguraban un gran porvenir como senador del Imperio, y, cuando me tomó como esposa ante el altar de Júpiter, me prometió que viviríamos siempre en su gran casa, a la orilla al Tiber.
Yo amaba a mi marido y aún lo amo. Es cierto que con el paso de los años se le ha enrarecido el carácter, que a veces se deja llevar por la cólera. Quizá la culpa sea mía, ya que no he sido capaz de darle un hijo. En ocasiones se pone violento también conmigo y me amenaza con el divorcio. Le sería muy sencillo conseguirlo: basta con que me entregue en una carta las palabras de repudio que prescriben nuestras leyes; pero yo sé que él nunca ha querido hacerlo. Me siento segura a su lado a pesar de las calumnias que propagan los hebreos. Dicen que es cruel, que maltrata a los esclavos y se burla de la religión de Israel. No, no lo creo. No es cierto.
El caso es que hoy ha tenido que levantarse de madrugada porque los Pontífices y los miembros del Sanedrín le han traído a un preso al que quieren ajusticiar en la cruz. Se llama Jesús y dicen que alborota a las gentes, que se considera hijo de un Dios, que habla de destruir el Templo; pero, cuando le he mirado a los ojos esta mañana...
Yo me había asomado a la ventana al oír el clamor de la muchedumbre. Allí, a pocos metros, maniatado, estaba él. Por un momento, solo he sentido compasión, la misma que me producen todos aquellos que van a ser castigados por sus crímenes. Iba a retirarme hacia el interior de la casa cuando Jesús ha levantado la cabeza, me ha mirado y le he reconocido.
Escribo estas líneas temblando. Los ojos del Galileo... Los he visto en sueños muchas veces y siempre supe que no eran un producto de mi fantasía. ¡Cuántas veces me he despertado a medianoche empapada en sudor y llorando por culpa de esa mirada penetrante, acusadora y amable al mismo tiempo! Yo sabía que esos ojos me buscaban y que tal vez me pedían una respuesta. Hoy los he vuelto a ver.
Pilato está interrogando a Jesús ahora mismo. Oigo su voz cálida y persuasiva, a veces enérgica y llena de autoridad. Jesús responde en voz baja y no logro distinguir sus palabras. Fuera, frente al Pretorio continúan los gritos y el alboroto. He suplicado a mi marido que no haga daño a ese hombre. No me ha respondido, pero estoy segura de que también él ha notado ya la fuerza de su mirada, y comprende que nadie hay en el mundo más inocente.
Mi esposo es un hombre justo. Por eso, mientras Jesús permanezca bajo su poder, no corre ningún peligro. Estará a salvo de las fieras que lo acosan. Pondo Pilato hará justicia y yo podré volver a encontrarme con el Santo de mis sueños; le preguntaré tantas cosas. Y dejaré que me limpie el alma con su mirada de fuego.