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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
LA ENTRADA DE MARÍA EN EL CENÁCULO
Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras (Jn 20, 18).
¿Quién es esta que sube del desierto, apoyada en su amado? Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, donde concibió la que te dio a luz (Ct 8, 5).
Un gesto provocativo
Se marchó llorando cuando la noche era más espesa, y se internó sola en el desierto, más allá de los muros de la ciudad. Ahora vuelve en pleno día, lozana y jubilosa como el alba. No está sola; abrazada al Amado, cruza de nuevo las puertas apoyada en él, y, sin dejar de mirarle, muestra a los suyos el rostro radiante del amor encontrado.
Allá por donde pasa, la observan con extrañeza. Cuantos caminan por las calles y conversan en las plazas dirigen hacia ella una mirada de estupor. No la reconocen. Se parece a ella, pero es otra persona. Esas mejillas de grana, esos ojos de fuego, esos labios como flores abiertas sobre la nieve... ¿Quién es ésta?
«¿Quién es esta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?» (Ct 6, 10).
Se ha hecho el silencio en el Cenáculo. La puerta se ha abierto de improviso, y el mismo sol parece haber hecho su entrada en la alcoba de la muerte. Es María, no hay duda... pero parece otra. Salió de allí en silencio, cubierta de lágrimas mudas y vestida con un manto de tristeza. Estaba muerta cuando abandonó a los once camino del huerto. Y, sin embargo, la María que ahora se ha introducido, como un ave del alba, en el Cenáculo, es un rayo de luz viva. Antes de abrir sus labios, ya tiene pendientes de sí a aquellos hombres, que con ojos de estupor no consiguen apartar la mirada de ese rostro radiante.
Este choque radical de la luz con las tinieblas es sumamente provocativo. Supone introducir, en medio de un engranaje que funciona armónicamente, de acuerdo con una lógica determinada, un elemento que rompe todas las reglas de esa armonía, llamando necesariamente la atención de todos. La irrupción del rostro gozoso de María de Magdala en la sala donde un grupo de hombres llora la muerte de su líder y el robo de su cadáver tiene el mismo efecto que produciría un instrumento integrado en una orquesta si, durante la ejecución de una marcha fúnebre, se desmarcase entonando un ‘allegro’. El resto de los músicos dirigiría su mirada atónita, y quizá indignada, hacia quien ha osado desafiar la armonía del conjunto para introducir un elemento nuevo y sumamente disonante con la partitura. Fuera cual fuese la predisposición de cada uno de ellos, la acción del instrumento rebelde habría hecho surgir en todos un gran interrogante. La mirada dirigida hacia él supone, por parte de cada uno de sus compañeros, la demanda de una explicación que aclare su conducta.
Si nuestro cristianismo occidental no resulta atractivo para muchas personas, ello se debe, entre otras cosas, a que ha dejado de ser provocativo. Los cristianos hablamos poco de Dios, y, cuando lo hacemos, muchas veces estamos respondiendo a preguntas que los demás no se han formulado. Esto convierte la predicación en algo sumamente pesado para quien la escucha, si previamente no se ha captado su interés con una provocación que suscite en él la pregunta que nos disponemos a contestar. Bajo el sacrílego pretexto de una encamación profana, hemos asumido las pautas de conducta de este siglo hasta tal punto que nuestra vida no llama la atención de nadie. Muchos de nuestros templos no aportan a quien entra en ellos más sensación de ruptura y de cambio de ámbitos que la que se produce al entrar en un centro comercial, en una nave industrial o en un museo, ámbitos ya frecuentes con los que el hombre de hoy está familiarizado de antemano. Se escucha el mismo mido, se oye en las celebraciones la misma música, se ve a las personas en las mismas posturas que adoptan en la sala de espera de un dentista o en el teatro. Por eso, no surge interrogante alguno, y la celebración o la estancia en el templo resulta, cuando no pesada, intrascendente. En multitud de ocasiones, incluso se habla de los mismos asuntos que mueven noche y día el ya conocido discurso de las múltiples organizaciones no gubernamentales que superpueblan nuestros censos asociativos.
En las conversaciones ordinarias, en el centro de trabajo, en el mercado, en la calle o en reuniones familiares, los cristianos apenas llamamos la atención; ante la crítica, consentimos e incluso participamos; ante la blasfemia, callamos; ante puntos de vista letales en materias tales como aborto, divorcio o anticoncepción, «respetamos» cuando no asentimos o traicionamos; tragamos los mismos programas de televisión que los demás, y los comentamos en los mismos términos, aun cuando en ellos se esté atropellando lo más sagrado que hay en la condición humana de los hijos de Dios... Así, cuando hablamos de Jesucristo o intentamos explicar nuestra fe, nuestro discurso resulta sumamente pesado. Nadie nos había preguntado por ella; y si no nos habían preguntado es porque previamente no habíamos suscitado provocación alguna.
Debería hacernos pensar el hecho de que la crisis moderna de vocaciones al estado sacerdotal o religioso coincide con una época en la que muchos sacerdotes y religiosos decidieron eliminar aquellos signos externos que llamaran la atención, para intentar ser «uno más»: vistiendo como los demás, hablando como los demás, comiendo y bebiendo como los demás, trabajando como los demás... muchos jóvenes dejaron de preguntarse por el misterio que esconde la condición sacerdotal o religiosa. Realmente, ya no había ningún misterio: todo estaba a la vista. Para ser uno más no es necesario ir al seminario.
Entre tanto, las grandes empresas comerciales se han vuelto sumamente provocativas, y han obtenido resultados magníficos. Las campañas publicitarias llaman nuestra atención continuamente con imágenes insultantes, planteamientos rompedores y escenas que deberían enervarnos. La estrategia ha sido, desgraciadamente, eficaz para el poder de las tinieblas: bajo la bandera de un falso respeto, de una falsa libertad y, en el peor de los casos, de una falsa encamación, nos han sometido y reducido con el resto de la manada, mientras la voz del falso pastor resuena en todos nuestros hogares día y noche.
Cuando reivindico para el cristiano la provocación, no me estoy refiriendo a un esnobismo estúpido que nos sumara al oleaje de productos en oferta de nuestras grandes superficies. Sé que en ocasiones se ha intentado, y los resultados han sido catastróficos, porque una provocación destinada a anunciar otra originalidad humana está de sobra. Yo me refiero sobre todo a la Magdalena, y a su irrupción alegre en el Cenáculo. Su rostro iluminado no tiene miedo de mostrar a gritos que ha encontrado a Cristo. No levanta la mano para llamar la atención, como tantos otros. Simplemente, no puede evitar alzar los brazos señalando a su Dios, una vez que este Dios ha llenado su vida. Podría ser ella o cualquier otro; no importa, porque no se anuncia a sí misma: todo en ella grita «Cristo», y lo hace en una habitación en que todos los ojos gritan «muerte».
Si entrásemos por la puerta del centro de trabajo mostrando la faz alegre de María ante esa multitud de rostros que tienen sueño y pocas ganas de rendir; si tapásemos la boca del blasfemo con caridad y firmeza, con el celo de Dios; si saliésemos en defensa de aquellos a quienes se ataca verbalmente en su ausencia como si se tratara de hermanos nuestros... Si, al entrar en nuestros templos, el silencio sagrado, la arquitectura y la escultura, la música sacra con sus peculiares ritmos, y la forma visible de orar de quienes allí están rendidos en adoración o recogidos en actitud meditativa se sintiera como un dulce latigazo en el alma dormida; si en una colisión automovilística uno de los conductores perjudicados saliera de su vehículo calmado y con un gesto de perdón... Entonces nos mirarían, y esa mirada sería una pregunta. Nuestra respuesta sería aceptada o rechazada, y eso ya no depende de nosotros, pero, en todo caso, sería escuchada con atención.