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5 julio 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

La maternidad espiritual y la santidad en medio del mundo (2 de 2)
Jorge de Nicomedia explica: «Tu Hijo te ha hecho más excelsa que los cielos, y te antepone a todas las cosas creadas. Él se complace en tus peticiones, se deleita en tu intercesión y no desdeña nunca el escucharte, porque tiene por suya tu gloria»; por eso Cristo le concede a su Madre todo lo que Ella sabe que necesitamos. Y como le dice Guiberto, Abad de Nogent, a la Virgen: «Si tienes por costumbre socorrer aunque no se te ruegue, ¿cuánto más acudirás en cuanto se te pide?». Con esa confianza hemos de acogernos a Santa María:
«Cuando, para dar descanso a mis miembros fatigados, me adormezco, que repose mi mente en el corazón de María —desea Pedro de Celle—; cuando me desvelo, que María abra mis labios; cuando emita el último suspiro, esté presente María; cuan do llegue al juicio, socórreme con tu patrocinio, ¡oh Santa María! No será peligroso el juicio para aquel a quien María ayude. ¡Oh Señora nuestra, yo espero de ti cosas mejores de lo que sé decir!».
Con acento filial los cristianos nos dirigimos a la Virgen; porque eso somos: hijos suyos. Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos.
Ese ha sido el sentir constante de los cristianos, como ya decía el Beato Guerrico d'Igny: «Vemos cómo sus hijos la reconocen por Madre, y así, llevados por un natural impulso de piedad y de fe, cuando se hallan en alguna necesidad o peligro, lo primero que hacen es invocar su nombre y buscar refugio en Ella, como el niño se acoge en el regazo de su madre».
Jamás deben ser obstáculo nuestras miserias, por eso podemos decirle: ¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado...
—¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas... —Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo...
La experiencia real, y en ocasiones podría decirse que hasta tangible, de nuestra poquedad, a la que se añaden a veces tantas circunstancias adversas en nuestra existencia, no son capaces de romper ese cable fuerte que nos mantiene ligados a la Virgen.
Así ha ocurrido siempre. Ya lo afirma San Juan Damasceno: «Acoge las preces de tu siervo pecador, que, sin embargo, ardientemente te ama y te venera»; e insiste el mismo autor: «¡Oh Soberana mía, acepta la plegaria de uno de tus siervos! Te mira como a la única esperanza de su alegría, como a la protectora de su vida, como a su medianera ante el Señor, como a la prenda segura de su salvación».
La fragilidad atrae con fuerza el amor materno: Si yo fuera leproso, mi madre me abracaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas.
—Pues, ¿y la Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las heridas, que nos alcanza la curación
Todo en la Virgen es sosiego. Ella, medianera de todas las gracias, nos comunica especialmente el alivio a cualquier clase de angustia. Lo hemos experimentado todos los cristianos, pues al acudir a Santa María «gimiendo y llorando», como reza la Salve, recibimos de inmediato la serenidad. El alma queda pacificada en las manos de la Virgen. Es una Madre buena que da consuelo, con toda la riqueza que entraña esa palabra.
De los modos más diversos los cristianos hemos repetido a lo largo de la historia las palabras sencillas de San Sofronio de Jerusalén: «Ruega por tus siervos; no ceses de hacerlo, oh Madre de Dios, para que seamos salvos. Ruega incesantemente al Verbo de Dios para que podamos encontrar misericordia. Suplica con constancia para que nuestras almas se salven. Ruega siempre a Dios para que nos libre de todos los males y peligros».
Comprobamos entonces que en toda ocasión la Virgen nos acoge con la naturalidad de una Madre que ama con la intensidad de su corazón dulcísimo. Te daré un consejo, que no me cansaré de repetir a las almas: que ames con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra. Esta maravillosa realidad de que la Virgen es nuestra Madre, hace que al ayudarnos en lo más cotidiano de nuestra vida, Ella nos vaya conduciendo, con sencillez materna, a la gran meta de nuestra vida: la santidad.