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Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
AHORA, PUES, ¡OH REYES!, OBRAD PRUDENTEMENTE
Con esa disposición de recibir la Verdad, debemos cuidar, procurar que el error no la roce, porque el polvo aparatoso de lo falso puede dejar una nube oscura que durante un tiempo la oculte.
La verdad es atractiva, resplandece porque es única, valoramos sus consecuencias porque significan seguridad.
¿Dónde la vamos a encontrar ahora? La Verdad sigue en el mismo sitio de siempre, no debemos empeñarnos en colocarla en los lugares que nos convienen. Los rodeos que tenemos que dar, entonces, hasta llegar a ella, por lo menos nos harán perder el tiempo. La Verdad tiene siempre los cimientos del dolor y del amor juntos, tiene un brillo especial, sabe sobresalir entre las falsedades que se van creando a su alrededor. Y he aquí que un hombre que la dejó pasar con indiferencia es el que nos va a conducir a ella.
Dice el Evangelio que «Jesús espera en silencio la sentencia de Pilatos». Este no sabe qué partido tomar, pregunta y vuelve a preguntar y en la vida de aquel Hombre no encuentra delito. ¿Qué hacer con El? Se pasea inquieto porque no halla el medio para ponerle en libertad y tampoco ve en El nada para condenarle.
En el colmo de la confusión, le llega un recado de su mujer en el que le dice, de un modo muy claro, «que no se mezcle en las cosas de ese Justo, porque por su culpa ha padecido mucho esa noche».
Es la gota que hace rebosar el vaso del hombre cobarde para sumirlo en una duda más profunda aún. Pero hay algo más; desea quedar bien con Herodes. Desoyendo la voz de su conciencia y buscando sólo su propio beneficio, hace la pregunta que durante todo el interrogatorio ha quedado en suspenso y atormenta su mente ensombrecida: «quid est veritas?», ¿qué es la verdad? Y Pilatos, sin esperar la respuesta, da la espalda al Señor y sale para hablar con el pueblo.
El Evangelio no nos dice más, porque no es necesario. Nunca este hombre hubiera comprendido que a la Verdad la tenía delante. Utilizando las mismas letras de la frase en latín, le podemos contestar: «est vir qui adest»; es el Varón que tienes delante.
La presencia misma de Cristo atestiguaba que El era la Verdad.
Una vez que sabemos dónde la podemos hallar, centramos nuestra esperanza en la voluntad: querer, desear, llegar a poseerla y conocerla en toda su amplitud.
No nos contentamos con la casa mal edificada, cuyas paredes pueden ser destruidas por cualquier tempestad. No queremos seguir agarrados con fuerza a lo nuestro.
Por eso, nuestra disposición es rendida; la conversión en hombres nuevos, va precedida de la gracia. Hay que recuperar la fe perdida o quizá olvidada. Es el momento de pedir a Dios, con insistencia, ese don tan preciado. La inteligencia, de acuerdo con la voluntad, implora el perdón por ese olvido provocado, algunas veces, conscientemente.
La vuelta a Dios depende de la Misericordia Divina; si el corazón del hombre está limpio y la petición es sincera, Dios perdona siempre. Más aún, arrasa con su amor todos los idolillos que habíamos fabricado, nos limpia, nos sana y nos robustece.
Aquel desequilibrio, el desasosiego, la desesperanza que nos producía el alejamiento de Dios, se va aplacando. Dios está entre nosotros. Es el momento de entender; la gracia ha operado en nosotros y nos ha transformado.
Todo suena a nuevo en nuestros oídos al nombrar al Amor, al Padre, a la Providencia. Se remueven en nuestro interior ecos de doctrinas olvidadas, oraciones aprendidas junto a la cama. Lo que permanecía olvidado en un rincón, al ir saliendo a la superficie, no toma enseguida colores claros, olor a limpio. Se recuerda, pero de un modo difuso. Con la gracia de Dios y nuestro esfuerzo, las figuras irán tomando forma. Aparece Dios.
Ante la Verdad, se advierte un calor especial, distinto, que nos hace sentirnos seguros.
Hemos roto en mil pedazos aquel castillo egoísta y soberbio. No habrá para esos pedazos caídos en el suelo, miradas de nostalgia, ni misericordia. Al pisarlos con fuerza, el dolor que podamos sentir nos purifica. Si hay algún recuerdo es para pedir perdón.