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19 julio 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Santa María nos enseña a vivir como hijos de Dios (2 de 2)
La intervención de la Virgen en ese don de la filiación divina, la explica San Pablo en un conocido pasaje muy estudiado en la teología mariana, que analiza el contexto en que expresa cómo Cristo ha «nacido de mujer». Así escribe San Pablo a los cristianos de Galacia: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también eres heredero por gracia de Dios».
Por eso, la fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios: Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la oscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre.
De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón.

Nuestra Madre manifiesta en el Magníficat el gran cariño misericordioso que Dios nos tiene. Es un amor paterno que no es posible valorar. De ahí que se pregunte San Pedro Crisólogo: «¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo?, ¿qué se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión con la divinidad?, ¿que asuma El la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor».
Santa María nos ayuda a que cale en lo más profundo de nosotros esa verdad consoladora que cambia nuestra vida: ¡Dios nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certera que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios.
Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de las horas. «Mi alma glorifica al Señor —cantó la Virgen María—y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos en la bajera de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es todopoderoso, cuyo nombre es santo».

El cántico mariano del Magníficat ha de ser el clima de nuestro interior: adoración al Padre, agradecimiento jubiloso, admiración ante la misericordia divina que ha contemplado nuestra pequeñez... Cumplir en todo, como hizo la Madre de Cristo, los deseos divinos para cada uno de nosotros:
«¿Quiénes son los rectos de corazón? —pregunta San Agustín—. Los que quieren lo que Dios quiere. No quieras torcer la voluntad de Dios para acomodarla a la tuya; corrige en cambio tu voluntad para acomodarla a la voluntad de Dios». Para vivir embebidos en esa confianza en la bondad de nuestro Padre Dios, tenemos el ejemplo del abandono y de la generosidad de la Virgen, y, corno Ella, hemos de hacernos niños ante Dios. Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Y todo eso lo aprendemos tratando a María.
La Virgen posee la paz de una hija de Dios, y nos la comunica a nosotros; una serenidad que nace de la filiación divina: «La paz del cristiano proviene de estar unido a la voluntad de Dios», dice San León Magno. Un Dios que es Padre, y «si es Padre, y tal Padre —dice San Juan Crisòstomo—, no abandona a sus hijos cuando los ve necesitados». Ante ese Amor paterno, Santa María consigue que nuestra alma, como la suya, salte de júbilo en Dios. La filiación divina es una verdad golosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños.
Qué natural es ver en un hogar cómo la madre acompaña a su niño hacia el padre, para apoyar su petición infantil, para que le repita algo bueno que le ha dicho a ella —quizá una sencilla palabra que ha aprendido—, para, de un modo u otro, avivar el cariño del hijo a su padre. Pues lo mismo ocurre en la vida sobrenatural. A lo largo de la historia los cristianos han acudido a la Virgen Santísima: Has de sentir la necesidad urgente de verte pequeño, desprovisto de todo, débil. Entonces te arrojarás en el regado de nuestra Madre del Cielo, con jaculatorias, con miradas de afecto, con prácticas de piedad mariana..., que están en la entraña de tu espíritu filial.
—Ella te protegerá.

Santa María facilita nuestro trato filial con Dios Padre. Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza.