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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Mi Padre y vuestro Padre»
¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte fuera, sin que me despreciaran. Te llevaría, te introduciría en la casa de mi madre, y tú me enseñarías. Te daría a beber vino aromado, el licor de mis granadas (Ct 8, 1-2).
Las declaraciones de amor explícitas no son frecuentes en los santos evangelios. Ya hemos visto cómo el entable de la relación amorosa entre Dios y el alma se descubre como un progresivo acercamiento, una sucesión de requiebros indirectos que van desvelando a los amantes. Cuando se llega a la declaración de amor explícita el proceso ha llegado a su punto cumbre, y está cerca la unión en grado más alto. Por eso, los capítulos 13 al 17 del evangelio de San Juan deben leerse con una especial atención. Tras abandonar Judas el escenario de la Última Cena, el Señor, a solas ya con aquellos once, abre las compuertas de su corazón de par en par y derrama sobre ellos, en un desahogo tan divino como humano, sus sentimientos más íntimos. Es el único momento, en los evangelios, en el que Cristo declara abiertamente, como un amante rendido, su cariño hacia los suyos:
Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor (Jn 15, 9).
Después de tres años de acercamiento, de prueba, de flirteo, es la hora suprema, en que los amantes deben volver las cartas boca arriba. Él «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) puesto por San Juan como tapiz de fondo de la escena, nos sitúa en ese ámbito sumamente íntimo en que los enamorados dejan al fin fluir abiertamente, en palabras y gestos, la pasión que hasta entonces mostraron sin mostrar. Las palabras que en esos momentos pronunció Jesús deben acogerse con la misma ternura y devoción con que fueron pronunciadas, tal y como quedaron grabadas a fuego en los oídos y el alma del discípulo amado.
Semejante declaración de amor constituía el prolegómeno de una Pasión que sería la rúbrica definitiva y la unión suprema del Hijo de Dios con el hombre. Como tantas veces nos sucede a los seres humanos a la hora de exteriorizar nuestros sentimientos, con mucha mayor razón Jesucristo, a la hora de expresar en forma humana un amor que abrasaba el pecho de todo un Dios, topó con la limitación de la carne: ¿qué palabras emplear para satisfacer las ansias amantes de un corazón que sólo podía expresarse plenamente en el estremecedor silencio de la muerte sacrificial? El primer término de comparación, «como el Padre me amó», era válido para Él, pero ¿cómo entenderían los apóstoles el amor del Padre? Por eso, seguidamente recurre a otra imagen más próxima a aquellos once:
Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer (Jn 15, 13-15).
Nunca, hasta entonces, habían estado Dios y el hombre más cerca. Nunca, hasta entonces, se habían estrechado tanto las distancias en este romance de siglos, estigmatizado por tantas frustraciones. Los salmos, los profetas, y el Cantar de los Cantares, habían empleado, ciertamente, expresiones más ardientes, pero siempre en el ámbito de un lenguaje poético: eran cartas de amor; abrasadoras, sí, pero cartas; escritas todas ellas bajo el terrible signo de la distancia. Ahora, sin embargo, ambos protagonistas se hallan frente a frente de modo físico, camal, en la misma habitación y ante una misma mesa. Y allí, en ese escenario sublime, Dios hecho carne le dirá al hombre «te amo» y, tras haberle llamado «siervo» durante siglos, le llamará por fin «amigo». En pocas horas, estas palabras darán paso a una declaración mucho más sobrecogedora, que tendrá lugar en el altar de la Cruz. Pero yo quiero detenerme en estas palabras porque fueron las que mejor y más directamente expresaron el más alto grado de amor entre Dios y el hombre. Hubo una noche en que Dios se hizo carne, le dijo al hombre «te amo» y le llamó «amigo». Todo esto sucedió poco antes de que el Hijo de Dios muriera en la Cruz.