-
Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
Y HARE DE LAS GENTES TU HEREDAD, TE DARE EN POSESION LOS CONFINES DE LA TIERRA.
LOS REGIRAS CON CETRO DE HIERRO Y LOS ROMPERAS COMO VASIJA DE ALFARERO
Misión de corredimir con Cristo
Nuestra misión es la de corredimir con Cristo, cooperar como instrumentos de Dios para que se apliquen los frutos de la redención a cada alma en particular. Es una misión tan grande que nos vemos débiles e incapaces para sobrellevarla, y, como siempre, el Evangelio nos da esa fuerza que necesitamos. Leemos, a través de sus páginas, la negación de Pedro, la incredulidad de Tomás, la falta de fe de los discípulos de Emaús y muchas más actuaciones de los hombres de confianza de Cristo. Sus flaquezas nos ayudan a seguir —puesto que ellos llevaron a cabo su tarea— a pesar de todo. «Yo soy la vid, dice Cristo, y vosotros los sarmientos: quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer». Es, sin duda, lo mejor que podemos escuchar para vencer el desaliento y para convencernos de que el apostolado no depende de nuestras condiciones personales, sino de esa unión que tenemos con la Vid, que es Cristo.
La aceptación de las tribulaciones es una condición importante a la hora del apostolado. Es muy natural encontrar que las almas, esas personas amigas nuestras a quien deseamos llevar a Cristo, opongan resistencia, no entiendan, a lo mejor, nuestro modo de vivir cara a Dios, porque nadie les ha enseñado. Como aquel paralítico de la piscina de Bezathá, que esperaba todos los años la venida del ángel del Señor que agitaba las aguas, y el primero que entraba después de agitadas, quedaba curado. Llevaba treinta y ocho años esperando que alguien le metiera en la piscina, porque «mientras yo voy, otro baja antes que yo». Lejos de retraernos ante la dificultad, ésta será un estímulo. «Os he dicho estas cosas para que tengáis fe en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo». Con esta firme convicción sortearemos las dificultades que encontremos al paso. Con la idea fija de que nos duele que el Señor pueda estar solo y de que rechazamos todo lo que puede ser ofensa al Señor. Queremos aminorar su sufrimiento.
Por eso hay que morir a uno mismo, es condición indispensable para el que quiere ser de verdad apóstol de Cristo. Hay que morir día a día, a través de una mortificación seria y profunda. Sin grandes alardes; «si el grano de trigo no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto». Hay que vencerse en cosas muy pequeñas, pero que exigen mucha constancia. Sin fatiga, vencer; lo primero la comodidad. Esa pereza que va comiendo nuestras actuaciones; que embarga un trabajo convirtiéndolo en rutinario, para acabarnos convenciendo de que no vale la pena tanta preocupación. Pequeños actos de humildad que ahogan el amor propio y que nos hacen ver las cosas desde un ángulo que no es el divino. Cuando nos vencemos en una opinión o en un criterio mantenido con una fuerza que resulta reiterativa, empezamos a descubrir que el otro también tenía algo de razón y que su idea es aceptable, y, en fin, que lo nuestro pierde el excesivo valor que le habíamos concedido.
Morir a todos nos asusta, pero encima desear esa muerte que se consigue con la mortificación, no es muy agradable, a no ser que amemos o deseemos amar al prójimo como a nosotros mismos, sin olvidar que la primera parte de este mandamiento es el amor de Dios. Hay que confundir estos dos amores, fundirlos de tal modo que ya no distingamos quién es el prójimo, porque para nosotros es —como decíamos al principio— reflejo e imagen de Dios.
Indudablemente que esta actitud de generosidad se consigue si tenemos auténticos deseos, si nuestro corazón está realmente puesto en Dios. «¡Darse, darse, darse! Darse a los demás, servir a los demás: este es el Camino. El que no tiene problemas personales es feliz. Si queréis el secreto para ser felices: daos sin esperar que os lo agradezcan» (palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer).
Espíritu de servicio, de dedicación a los demás, tan desprestigiado en nuestro tiempo. Sin embargo, es una realidad que ya el Señor convirtió en vida: «no he venido a ser servido, sino a servir». De este modo conseguiremos esos frutos de que el Señor nos habla. Frutos del apostolado, que unas veces veremos hecho realidad y serán motivo de acción de gracias al comprobar el resultado positivo de un auténtico servicio, y otras, desconoceremos porque el Señor llevará ese esfuerzo donde le plazca, donde en aquel momento sea necesario. De aquí sacamos la consecuencia de que hay que renunciar incluso a ver con nuestros propios ojos el fruto de la cosecha. Desprendernos de un éxito apostólico que a lo mejor nos podría haber llevado otra vez a nosotros mismos, cuando nuestra lucha consiste en morir al yo egoísta. Consuela leer aquella discusión entre los fieles de la Iglesia de Corinto: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo?».
Había disensiones entre ellos, desvirtuando con sus polémicas la verdadera misión de los apóstoles. Y San Pablo les hace una serie de consideraciones a lo largo de toda la carta, para que se den cuenta de que lo importante es referir todas las cosas a Cristo, aunque los hombres hayan sido los mediadores. «¿Qué es, pues, Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio». Y como quiere dejar bien clara la acción de Dios, insiste: «Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que hace crecer».