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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Rabbuní» (1 de 2)
Moisés estuvo allí con Yahweh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras. Luego, bajó Moisés del monte Sinaí y, cuando bajó del monte con las dos tablas del Testimonio en su mano, no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con él (Ex 34, 28-29).
El rostro de María se vuelve, con la velocidad del rayo, hacia la Luz. Allí, junto a ella, en pie y radiante de un júbilo nuevo y eterno, está el Maestro. Sus ojos, que parecen mirar desde muy lejos, se clavan en los de ella y, atravesando pupilas, carne y sangre, se clavan en lo más profundo de su herida como un bálsamo. Sus labios, sus mejillas, sus cabellos que acarician el aire de la mañana... Es el Maestro, es «Rabbuní».
No ha cesado de llorar la Magdalena. Las mismas lágrimas que manaba su irresistible dolor son ahora lágrimas de gozo, de fiesta, de júbilo. No sabe cómo ha ascendido, desde lo más profundo de la tristeza, a la cumbre de las alegrías que en un corazón humano puedan caber. Ha sido, a la vez, rápida y suavemente; con violencia terrible y con dulzura hermosísima.
Y ahora, frente a la faz radiante de la Luz eterna, frente al semblante de carne gloriosa de Jesús de Nazaret, es el rostro de María de Magdala el que brilla con toda la fuerza de la dicha nueva. La escena amorosa ha llegado a su cota más alta: el velo que cubría los rasgos del Amado ha caído, y los ojos de la Amada contemplan, cara a cara, a su Señor. Arroyos de vida eterna brotan de sus ojos, y el corazón late hasta romper el pecho.
Y así, en la caricia tensa de esa mirada de vida, a la vez que se desliza el velo del rostro del Maestro, se abre suavemente otra cortina en el alma de María, y la luz que a través de la ventana ahora baña en paz su alma es de un color nuevo, entrañable y sumamente limpio: Él, que vive por los siglos, está frente a ella, mirándola en una llamada y esperando su respuesta. Hubiera sido feliz María con tan sólo saber que su Señor estaba vivo. El contemplarle ahora ante sus ojos, y verse a sí misma frente a Él, y la serena, misteriosa y segura certeza de que jamás habrá de faltarle en adelante su presencia, son la luz de un privilegio nuevo y dichoso, procedente de un Amor capaz de colmar cualquier ansia humana y después seguir amando.
«Rabbuní». Los mismos labios que, minutos antes, decían «mi Señor» con una nostalgia casi infinita, buscando entre las sombras la claridad, ahora ya no preguntan a los ángeles. Han encontrado a quien a oscuras llamaban, y dirigen su caricia de ternura a unos oídos de carne que, reaparecidos, muestran al Señor, como antes, a la escucha del hombre. De nuevo tienen esos labios a su alcance el único lugar donde posar su llamada, y ahora alaban en la luz a quien antes lloraron en la noche: «Rabbuní».
El rostro iluminado de la Magdalena, como lo estuvo el de Moisés al bajar del Sinaí, es el signo de una relación restablecida. Al perder el contacto con Cristo, la vida de aquella mujer se apagó como se apaga el estanque al retirarse la luna. Después de haber conocido al Señor, su existencia ya no tenía razón de ser sin Él. Era la misma muerte. Y ahora, el reencuentro con Aquel para quien sólo vivía, ilumina su faz con la claridad misma que brota de su rostro nuevo, ubicado existencialmente en la eternidad. Quisiera yo ver salir de nuestros confesonarios semblantes encendidos, conscientes de haber recuperado al amor de su alma. Si esto no sucede es porque ignoramos hasta qué punto perdimos al Señor por el pecado, del mismo modo que ignoramos hasta qué punto le recuperamos con la Penitencia. No somos conscientes del inmenso privilegio que supone poder entrar de nuevo a la presencia de Dios tras habernos retirado de su alcance.
El rostro encendido de Moisés al descender del Monte y el semblante iluminado de María están gritando fuertemente esta mañana la noticia: la gloria de Dios, manifestada en el cuerpo glorioso de Jesús de Nazaret, y la verdadera dicha del hombre son la misma cosa. Situados bajo la luz que baña el día a través de esta ventana abierta en el alma de la Magdalena, descubriremos que la vocación del cristiano es reflejar, en su rostro, el brillo del Resucitado.