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7 junio 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

La venida del Espíritu Santo
En los Hechos de los Apóstoles explica San Lucas:
«Al cumplirse el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo».
Esta acción divina se contempla en el Santo Rosario.
Había dicho el Señor: Yo rogaré al Padre, y os dará otro Paráclito, otro Consolador, para que permanezca con vosotros eternamente.
—Reunidos los discípulos todos juntos en un mismo lugar, de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que invadió toda la casa donde se encontraban. —Al mismo tiempo, unas lenguas de fuego se repartieron y se asentaron sobre cada uno de ellos.
Llenos del Espíritu Santo, como borrachos, estaban los Apóstoles.
Y Pedro, a quien rodeaban los otros once, levantó la voz y habló. —Le oímos gente de cien países. —Cada uno le escucha en su lengua.
—Tú y yo en la nuestra. —Nos habla de Cristo Jesús y del Espíritu Santo y del Padre.
No le apedrean, ni le meten en la cárcel: se convierten y son bautizados tres mil, de los que oyeron.
Tú y yo, después de ayudar a los Apóstoles en la administración de los bautismos, bendecimos a Dios Padre, por su Hijo Jesús, y nos sentimos también borrachos del Espíritu Santo.
La acción del divino Espíritu les hace comprender a los Apóstoles todo el mensaje de Cristo en su plenitud y unidad y les comunica la fortaleza necesaria para predicarlo.
Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.
Una claridad que ilumina lo más hondo de sus almas, y que —por su fidelidad— permanecerá para siempre en los Apóstoles, cumpliéndose en ellos las palabras del Señor cuando dijo que El da una paz que el mundo no puede dar.
La acción del Espíritu Santo en la Virgen Santísima fue infinitamente superior, porque Ella poseía la plenitud de gracia desde su concepción inmaculada y por obra del Paráclito había concebido a su Hijo, pudiendo ser llamada desde entonces Esposa de Dios Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II denomina también a Santa María «sagrario del Espíritu Santo»; esta expresión es tradicional, pues entre otros, ya la utilizaron San Isidoro de Sevilla, San Ildefonso de Toledo y Pascasio Radberto; también se piensa que es del siglo IX la antífona: «Santa María, Madre de Dios, virgen perpetua, templo del Señor, sagrario del Espíritu Santo».
La Virgen Santísima, en todos los momentos de su vida, respondió fielmente a las insinuaciones del Paráclito. Ahora, en Pentecostés, hay un gran aumento de gracia en el alma de Santa María, especialmente orientado a su misión de Madre de todos los hombres; aunque su Maternidad espiritual se deriva radicalmente de la Maternidad divina.
La Madre de Dios recibió en Pentecostés la plenitud del Espíritu Santo, y ese amor divino en el alma lo comunicó a aquellos que estaban a su lado: eran, por su amor a Dios, el afán y motivo de su vida. Y ellos, en sus luchas, iban a la Madre: Acude en confidencia segura, todos los días, a la Virgen Santísima. Tu alma y tu vida saldrán reconfortadas. —Ella te hará participar de los tesoros que guarda en su corazón, pues «jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a su protección ha sido desoído».
¿Qué guardaba en lo más profundo del corazón la Santísima Virgen? El querer a su Hijo; en ocasiones, como campanadas a destiempo, sonarían en su alma fuertes anhelos de tener consigo a Jesús, y se preguntaría por qué la había dejado sin Él. Sabía a su Hijo tan cercano, tan dentro de sí, y a la vez estaba tan necesitada de su presencia. No tenía ya consigo a los dos seres especialmente amados: Jesús y José. Recordaba la Virgen aquellos alegres días de Nazareth, donde había sido intensamente feliz; una pregunta pequeña de Jesús Niño, una novedad, y Ella se lo explicaba después a José. Y en cambio ahora...
Todo corazón humano comprende cuánto significa la ausencia de la persona más querida, aunque jamás llegaremos a sentirla con la plenitud de María; pero esa ausencia la vivía con la paz de quien se identifica con la voluntad de su Padre Dios.
Poseía una serenidad especial después de la Eucaristía: en la Sagrada Comunión está realmente presente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo. Y Ella, después de comulgar, rogaba al Señor por aquellos que le rodeaban.
Los cristianos acudían a su Madre para que les hablase del espíritu y de la Persona de Cristo. Todos sabemos por experiencia que nadie puede explicar los hechos y la doctrina del Señor con tanta riqueza y sencillez como María.