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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
Mi segunda visita al Santo Sepulcro
Eran alrededor de las cinco de la mañana, y despuntaba el alba. Tres sacerdotes españoles recorríamos las calles de Jerusalén en busca del Sepulcro abierto de Cristo. El recuerdo de las santas mujeres era inevitable. A eso de las cinco y media se nos abrieron las puertas de la Basílica del Salvador, y entramos los tres en el interior de aquel sepulcro que fuera propiedad de José de Arimatea. No cabía nadie más. Dos mujeres italianas esperaban fuera.
Todo estaba preparado por los padres franciscanos encargados de la custodia de los santos lugares para que pudiésemos celebrar el Sacrificio Eucarístico allí, en el interior de aquel lugar que sirvió de lecho y alcoba a Nuestro Señor. Dios quiso otorgarme el privilegio de presidir aquella celebración secreta. No podré olvidarlo mientras viva, porque nunca la Santa Misa ha brillado ante mis ojos con más gloria. No sé cómo explicar, ahora que intento plasmarlo en palabras humanas, lo que supone actualizar el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo en el mismo lugar en que todo aquello sucedió. Me sentía en la puerta del sancta sanctorum, inclinado hacia delante, poseído de un vértigo infinito por el panorama de luz y misterio que tenía frente a mí. No pude cruzar aquella puerta; aún espero cruzarla, y ser recibido plenamente en esa sima de Amor. Pero nunca me he sentido más cerca.
Entre sacerdotes, la predicación se me convierte en un asunto sumamente complicado. No quise predicar, pero sí exterioricé muy brevemente mis sentimientos ante quienes más fácilmente podían comprenderlos, por estar participando en el mismo lugar que yo de aquella gracia inolvidable. Quise despertar a mi alma en voz alta, explicando con palabras el privilegio que se nos estaba otorgando. Y, rápidamente, callé; callé para sumirme una vez más en aquellas aguas de gloria que parecían rodearme hasta cubrirme totalmente.
Llegó, solemnísimo y callado, el momento de la consagración... la plegaria, con nuestros brazos abiertos en cuanto la estrechez de aquel lugar nos permitía... la doxología, sostenidos en alto Cuerpo y Sangre en nuestras manos por los ángeles... Las respuestas, en italiano, apenas las escuché... Padre nuestro... Cordero de Dios... y comulgamos.
Yo he estado con Jesús de Nazaret resucitado en el sepulcro de José de Arimatea. Lo mismo que le sucedió a la Magdalena, me ha sucedido a mí. Él estaba allí, vivo por los siglos, frente a mí, dentro de mí. Yo también quise asirle, pero se me escapó como Amante escurridizo. «No me toques, que todavía no he subido al Padre.» Le tuve en mis manos, pero no toqué las suyas; se sitúo a centímetros de mis ojos, pero no vi los suyos; resonó su palabra como nunca, pero no escuché el tono de su voz. Se me escapó; se me escapó una vez más como se me escapa cada mañana en el altar. Los sentidos y el corazón quedaron más heridos que nunca, y aún no he sido sanado de esa llaga que me devora cada vez que celebro la Santa Misa. Pero el alma, aquella mañana, quedó llena de luz. La claridad que inundó mi espíritu en aquellos momentos de intimidad perdura en mi interior, y pido a Dios que no me abandone hasta que se vea desbordada por la gloria del Cielo.
Desde aquel día soy consciente de una predilección especial del Señor hacia mí. Lo que yo recibí entonces no puede recibirlo cualquiera, sino sólo aquellos que hemos sido bendecidos con la llamada al sacerdocio. No sólo estuve con el Señor resucitado en su mismo sepulcro aquella mañana; Él mismo se apoderó de mis labios, de mis manos y mi cuerpo entero en el momento de la consagración. Fue él quien dijo aquellas palabras que salieron de mi boca. Jesús de Nazaret volvió a hablar en aquel lugar, y yo fui el instrumento elegido por El para hacerlo.
Al igual que mi hermana del alma, Santa María de Magdala, yo estuve con Jesús resucitado en el sepulcro de José. Al igual que ella, yo escuché aquellas dulces y dolorosísimas palabras: «No me toques, que todavía no he subido al Padre».
Concluida la celebración eucarística, y ya fuera del Sepulcro -no recuerdo dónde-, los tres sacerdotes que habíamos compartido aquel privilegio rezamos juntos las laudes, la oración de la mañana:
«Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 4-6a).