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Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004
Iesu, quem velatum nunc aspicio, / oro, fiat illud quod tam sitio, / ut te revelata cernens facie, / visu sim beatus tuæ gloriæ
Hambres de ver el rostro de Cristo
Concluye el Adoro te devote con esta estrofa, que cabría resumir así: Señor, ¡que te quiero ver! Muy lógica conclusión, pues la Eucaristía, «prenda de la gloria venidera», nos concede un anticipo de la vida definitiva.
«La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del Cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino».
Este tesoro central de la Iglesia anticipa la eternidad, porque nos convierte en comensales de la "Cena del Cordero", donde los bienaventurados se sacian de la visión de Dios y de su Cristo (cfr. Ap 19, 6-10).
Nosotros conseguimos ya, por la gracia de Dios, acceso a la misma realidad, pero no de modo pleno: sólo imperfectamente (cfr. 1Cor 13, 10-12). Con el don del Sacramento se nos aumenta y se consolida la vida nueva conferida con el Bautismo, que está llamada a su perfección en la gloria.
La recepción de Jesús en la Sagrada Comunión nos obtiene serenidad ante la muerte y ante la incertidumbre del juicio, porque Él ha asegurado: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
«Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo».
La fe y la esperanza eucarísticas alejan de nosotros muchos temores.
La Sagrada Eucaristía es «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (cfr. Ap 21, 4)».
Este Sacramento se coloca como en el umbral entre esta vida y la otra, no sólo cuando se administra a los moribundos en forma de viático; sino más propiamente porque contiene a Christus passus, ya glorioso, de modo que participa en el orden sacramental de la condición de esta vida, mientras sustancialmente pertenece ya a la otra.
También por eso, la piedad eucarística nos irá haciendo más y más Opus Dei, empujándonos a conducirnos como contemplativos en el mundo, pues caminamos amando en la tierra y en el Cielo:
«no "entre" el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos "in hoc sæculo"».