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24 junio 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
Y HARE DE LAS GENTES TU HEREDAD, TE DARE EN POSESION LOS CONFINES DE LA TIERRA.
LOS REGIRAS CON CETRO DE HIERRO Y LOS ROMPERAS COMO VASIJA DE ALFARERO
Hablar de Dios
No puede extrañar que una persona que está enamorada hable del objeto de su amor. Creo que todos tenemos la experiencia de un amigo que nos ha entretenido contándonos las venturas y desventuras amorosas por las que ha ido pasando. Es algo tan humano, que en el próximo encuentro con él le preguntamos: nos gusta saber si ha habido reconciliación o si ha conseguido ya su propósito. Quizá en algún momento nos pueda parecer reiterativo, pero no molesta; llega incluso a ser motivo de curiosidad.
Tampoco nos tiene que sorprender que el que se enamore de Dios hable de El. Parece que hay un cierto pudor, mal entendido, para tratar en conversación lo que se refiere al Señor. Lo que no se entiende como «cursi» en lo humano —siéndolo a veces— porque lo comprendemos, lo rechazamos cuando se trata del amor sobrenatural.
El miedo, la vergüenza, creer que vamos a hacer el ridículo al exponer con calor lo que llevamos dentro, puede ser índice de un amor raquítico. Hay distintos modos de enseñar a amar al Señor, según los diferentes temperamentos; por ejemplo, el que es tímido, lo hará tímidamente, pero lo hará. Y tendrá la fuerza de una felicidad que rebosa. Y el que es audaz, tendrá cuidado, al hacerlo, de no perder esa intimidad que da lugar a que el que escucha indague y se interese por el amor. Lo importante es tener empeño en compartirlo, dándolo a conocer con palabras y con el ejemplo de vida.
Podemos llegar a pensar que eso no va con nosotros. Ya hacemos bastante con mantener viva la lucha, y, sin embargo, no es así: «el deber y el derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que nos destina al apostolado».
Es una agradable tarea que nos urge, porque nuestro afán es comunicar el mensaje de Cristo a todos los hombres. La puesta en práctica de esta tarea lleva consigo, además, la seguridad de que cada uno de nosotros va a recibir dones peculiares para ello. Sabemos que el Espíritu Santo distribuye sus dones a cada uno según su voluntad. De aquí nace la esperanza y la fe de que sin El nada podemos, pero junto al Señor lo podemos todo. Entonces surge con naturalidad la palabra acertada, aquel acto de servicio que se hace con alegría, o se acepta serenamente lo que otras veces nos producía un cierto resquemor.
Vamos acumulando en nuestro haber una serie de actos positivos, hechos frente a Dios, que informan nuestra vida. Al crear un estilo diferente ambientamos el lugar de trabajo y nuestra propia familia. Sin hacer nada que llame la atención, pero sí con una vigilancia personal para conseguir la presencia divina a través de cosas muy pequeñas y continuas. Dios entra a formar parte del trabajo, del amor y de las preocupaciones que siempre tendremos.
Los efectos de una vida cara a Dios son instantáneos; indudablemente, el buen olor de Cristo tiene una fuerte atracción y los frutos no tardan en aparecer.
El apostolado se ejerce con el compañero, con el vecino, con el amigo, en los lugares comunes de trabajo o de convivencia. Es el mejor modo de unir el testimonio de vida con el testimonio de la palabra («Apostolado seglares», C. 3,13). Damos lo que vivimos, comunicamos la fuerza del amor que nos viene de Dios y aspiramos a que, en todo nuestro radio de acción exista esa luz de la verdad para que todos lleguen a amar el bien. Tenemos conocimiento de aquella frase del Evangelio: «vosotros sois la sal del mundo, vosotros sois la luz». No cabe lugar a dudas, la sal debe salar y la luz fue creada para que alumbrase, «no para encenderla debajo de un celemín».

Promesa y mandato
«Regir con vara de hierro» nuestra vida para evitar el descamino y «romper como vasija de alfarero» los obstáculos que se vayan presentando. Aquel muro fuerte, difícil de derribar, que puede sorprendernos, caerá hecho pedazos si sabemos enfrentarnos con él con audacia sobrenatural y con la ayuda de la gracia.
«Grande realmente es la promesa y grande el mandato, todas las cosas son vuestras. Y vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios».
La responsabilidad de realizar esta tarea da un sabor especial a nuestros actos. Es el acicate que nos mueve a actuar, a pesar de que la propia debilidad nos presenta las dificultades. Sería ingenuo, por nuestra parte, creer que el apostolado es un mandato sencillo de realizar. El mismo Jesús, durante los tres años de vida pública, se encontró con innumerables dificultades que tuvo que ir solucionando al paso. Al leer el Evangelio, en la parte destinada al apostolado directo, recogemos, de un lado, la continua oposición de los escribas y fariseos, dispuestos a no claudicar ni un solo momento. Y de otro, a pesar de los milagros, la falta de fe de aquel pueblo —incluidos los elegidos— que le seguía. Jesús, una y otra vez, con paciencia infinita, contesta, actúa, confunde y soluciona los problemas que le van presentando. Jesús va directamente a las almas, no espera que ellas se acerquen, busca la ocasión propicia y, con claridad, expone y exige lo que desea de ellas. No hay vacilación, ni situaciones ambiguas; queda todo explicado con tanta claridad que los que se han acercado a El marchan contentos y dispuestos a cambiar de vida.
Si somos de Cristo, es natural que le imitemos. Nos empujan aquellas palabras del Señor que siguen vigentes: «la mies es mucha y los trabajadores pocos»; y nos ponemos interiormente en su presencia para que cuente con nuestra ayuda, que será eficaz, si es sincera. ¿Qué tenemos que hacer? Ante todo, convencernos de que el apostolado forma parte de nuestra vocación de cristianos: «Id y predicad a las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La voz de Cristo nos confirma en esta gloriosa tarea. A continuación rezar, pedir con confianza por aquellas personas a quienes deseamos acercar a Dios. Que Jesús las conozca, con nombres y apellidos, que sepa —porque nosotros se lo hemos dicho en la oración— qué preocupaciones tienen, cuál puede ser el punto más sensible, para que allí derrame su gracia. Esto, una y otra vez, sin cansancio, tomando como ejemplo a la cananea, que cuando el Señor le dice que deje primero hartarse a los hijos, refiriéndose al pueblo de Israel, ella insiste con agudeza, «pero los cachorrillos debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos», y consigue que cure a su hija. Es una petición que no conoce desmayos, ni fatigas. Esta mujer nos indica que, aunque recibamos un desaire o una justificación, hay que ser listos, ingeniosos, para rendir ante Dios a aquella persona amiga nuestra.