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19 junio 2025

La Eucaristía

Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004

Cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere
Amar la mortificación y la penitencia
Para convertirnos realmente en almas de Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir de la unión habitual con la Cruz, también mediante la mortificación buscada o aceptada.
Don Álvaro nos ha dejado escrito que, en una ocasión, nuestro Padre preguntaba a un grupo de hijos suyos: «¿Qué haremos para ser apóstoles, como el Señor quiere, en el Opus Dei?». Y respondió inmediatamente, con energía y con firmísimo convencimiento: «¡llevar a Cristo crucificado en nosotros! (...).
El Señor escucha las peticiones de las almas mortificadas y penitentes».
Don Álvaro sacaba enseguida la conclusión, que aplicaba a sí mismo y a todos: «Considerad que, para ser fieles al gran compromiso de corredimir, hemos de identificarnos personalmente con Nuestro Señor Jesucristo, mediante la crucifixión de nuestras pasiones y concupiscencias en el alma y en el cuerpo (cfr. Gal 5, 24). Ésta es la divina "paradoja" que ha de renovarse en cada uno: "Para Vivir hay que morir" (Camino, n. 187)».
Precisamente en el sacramento del Sacrificio del Hijo de Dios, obtenemos la gracia y la fuerza para identificarnos con Cristo en la Cruz. No lo dudemos: el origen y la raíz de nuestra vida de mortificación se encuentran en la devoción eucarística.
Sólo estaremos en condiciones de afirmar que somos auténticas almas de Eucaristía, si vivimos de verdad —cum gaudio et pace— clavados con Cristo en la Cruz; si sabemos «sujetarnos y humillarnos, por el Amor», si «nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestros sentidos y potencias, nuestras palabras y nuestras obras», todo, está "bien atado", por el amor a la Virgen, a la Cruz de su Hijo».
Un alma de Eucaristía necesariamente es, siempre y a la vez, un alma sacerdotal; y de modo concreto, si la criatura se consume en deseos de reparar y de sacrificar. Entonces guarda un alma «esencialmente, ¡totalmente!, eucarística».
Cuando nos tomamos en serio que la Misa es «nuestra Misa, Jesús», porque la celebra Jesús con cada uno de nosotros, porque cada uno hace de sí una oblación a Dios Padre unida a la de Cristo, entonces dura las veinticuatro horas de la jornada.
«Amad mucho al Señor. Tened afán de reparación, de una mayor contrición. Es necesario desagraviarle, primero por nosotros mismos, como el sacerdote hace antes de subir al altar. Y nosotros, que tenemos alma sacerdotal, convertimos nuestra jornada en una misa, muy unidos a Cristo sacerdote, para presentar al Padre una oblación santa, que repare por nuestras culpas personales y por las de todos los hombres (...). Tratadme bien al Señor, en la Misa y durante todo el día».