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14 junio 2025

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Santa María y el apostolado cristiano (1 de 2)
Los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo, se abren al mundo entero. Es admirable la vida de los primeros cristianos. A ellos les llama San Pablo: «Escogidos de Dios, santos y amados». Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo: hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a pesar de nuestros errores y procurando luchar contra ellos.
Los cristianos de la primera hora reconocían con humildad su poca valía, por eso dice San Juan Crisóstomo: «Los más pequeños, los más débiles entre los hombres, eran los discípulos del Señor; pero como había en ellos una eficacia divina grandiosa, esa fuerza se desplegó y se difundió por todo el mundo». Así se formaron pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.
Tertuliano explica cómo los cristianos «no dejamos de frecuentar el foro, el mercado, los baños, las tiendas; no dejamos de relacionarnos, de convivir con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, vamos a la milicia, trabajamos la tierra y de su fruto hacemos comercio. Y vendemos al pueblo para vuestro uso los productos de nuestros quehaceres y fatigas». Así, siendo hombres semejantes en todo a los demás, los cristianos aman a Cristo y desean encender con ese amor a los que les rodean. El querer a Dios engrandece el corazón humano, y por eso dice San Juan Crisóstomo: «La amistad que tiene por motivo a Cristo es firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarla del alma».
La amistad noble sigue teniendo las mismas características de siempre, y son vigentes las palabras de San Jerónimo: «Con el amigo hay que hablar como con otro yo»; ¿quién ha dispuesto que para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas raras, extrañas? Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ése será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla —a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte— charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios".
Los cristianos hemos de tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo, y amar a los que están a nuestro lado como Él los amó. El Evangelio muestra al Señor que se compadece de los pecadores, sufre con los que lloran, y señala que «desembarcando vio Jesús una gran muchedumbre, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a instruirlos en muchas cosas». Cuando somos de verdad hijos de María comprendemos esa actitud del Señor, de modo que se agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de misericordia. Nos duelen entonces los sufrimientos, las miserias, las equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres nuestros hermanos. Y sentimos la urgencia de ayudarles en sus necesidades, y de hablarles de Dios para que sepan tratarle como hijos y puedan conocer las delicadezas maternales de María.
Es conveniente adentrarse en el corazón de la Santísima Virgen y revivir su alegría cierta —no es una imaginación devota— cuando contemplaba cómo los primeros cristianos estaban vinculados por la caridad, teniendo «un solo corazón y una sola alma»; su gozo de Madre al ver la rectitud de intención de Pedro y sus compañeros que fueron los primeros que sufrieron por Cristo, pues el Sanedrín mandó azotarlos y los conminó a dejar de predicar a Jesús, y «ellos se fueron contentos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús, y en el templo y en las casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús».
También se puede valorar el dolor de nuestra Madre ante el primer mártir: San Esteban, «lleno de gracia y de poder, que hacía grandes señales en el pueblo», y movido por el Espíritu Santo predicó la verdad, y al ser apedreado, sus últimas palabras fueron: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», y lleno de caridad añadió: «Señor, no les imputes este pecado», y dicho esto, murió. Una fortaleza semejante le hemos de pedir a la Virgen Santísima:
¿Que por momentos te faltan las fuerzas?
—¿Por qué no se lo dices a tu Madre
: consolatrix afflictorum, auxilium christianorum..., Spes nostra, Regina apostolorum? Clamemos a la consoladora de los afligidos, al auxilio de los cristianos, a nuestra esperanza, a la Reina de los apóstoles. ¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas responder con un fiat! —¡hágase!, que una la tierra al Cielo.