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6 mayo 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

VOY A PROMULGAR UN DECRETO DE YAHVE. EL ME HA DICHO: «TU ERES MI HIJO, YO TE HE ENGENDRADO HOY»
La infancia espiritual
Si durante tanto tiempo hemos ocupado su pensamiento, lo natural es que ahora nuestra vida discurra en lo que sabemos puede agradarle. Hay que ir devolviéndole los dones fructificados, las gracias aceptadas; ir envolviendo las acciones y los deseos en su voluntad. Y quedarnos sin nada propio. Despojarnos de lo que sabemos no le agrada —lo que no haya sido hecho por El —hasta que en nosotros sólo exista la vida divina. Llegar a esa confianza que nos hará pedirle consejo en cualquier situación, orientarnos, seguir su voluntad, empapado todo en amor filial. Llegar por este camino a esa infancia espiritual en la que no habrá doblez ni engaño, sino confianza y agradecimiento porque cada día despertamos otra vez a la vida, porque El ha querido, y cada noche hemos podido usar ese tiempo del día para amarle más. «Los niños no tienen nada suyo, todo es de sus padres..., y tu Padre sabe siempre muy bien cómo gobierna el patrimonio» (Camino, 867).
Niños, hijos agradecidos, nos sorprendemos ante cualquier regalo paterno. «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: "¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!..."
Esa frase, bien sentida, es camino de infancia, que te llevará a la paz, con peso y medida de risas y llantos, y sin peso y medida de Amor» (Camino, 894).
Niños que entienden lo que todo un Dios expresa a través de esas llamadas divinas que son continuas. Niños que se empeñan en conseguir perdón para sus hermanos. Niños que con la gracia especial de esta edad consiguen de su padre, todo. ¡Qué buena cosa es ser niño! Cuando un hombre solicita un favor, es menester que a la solicitud acompañe la hoja de sus méritos.
Cuando el que pide es un chiquitín —como los niños no tienen méritos—, basta con que diga: soy hijo de Fulano.
¡Ah, Señor! —díselo ¡con toda tu alma!—, yo soy... ¡hijo de Dios!» (Camino, 892).
Esto no significa que tengamos que rebajarnos hasta esa edad infantil y debamos actuar como niños tontos. Más bien, todo lo contrario; hacemos nuestra la sencillez del niño, que unimos a la madurez espiritual y realizamos nuestra petición al abrigo de la mirada de Dios.
Este paso del conocimiento de Dios al amor filial, supone antes una disposición interior de comprender primero en la inteligencia: «tú eres mi hijo» dirigido a Jesús; y luego ir habituando nuestro corazón para que una y otra vez se vaya volviendo a Dios.
Hijos de Dios, que libres de las ataduras terrenas, nos desenvolvemos con confianza y seguridad; y por eso, la sorpresa —que produce malestar o inquietud— ha desaparecido de nuestra vida, porque lo referimos todo al Padre y así es más fácil aceptar lo que nos pide, aunque de momento no lo entendamos.
Así, completamente dispuestos, vamos recibiendo toda clase de gracias al corresponder con nuestro amor al que nos tiene el Padre. De este modo continúa el crecimiento de la vida interior; no hay posibilidad de estacionarse.

Creerse mayores
El peligro del niño es que pretenda, de repente, ser mayor, valerse por sí mismo, y que al recibir la petición de Dios, la ponga en duda, la discuta. Porque piense que tiene suficiente conocimiento y que puede discernir hasta qué punto puede aceptar o negarse.
«No quieras ser mayor. Niño, niño siempre, aunque te mueras de viejo. Cuando un niño tropieza y cae, a nadie le choca...: su padre se apresura a levantarle.
Cuando el que tropieza y cae es mayor, el primer movimiento es de risa. A veces, pasado ese primer ímpetu, lo ridículo da lugar a la piedad. Pero los mayores se han de levantar solos.
Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti, si no fueras cada vez más niño?
No quieras ser mayor. Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano de tu Padre-Dios» (Camino, 870).
Ser mayor supone en la criatura que con tanto amor fue creada, la entrada de la soberbia, creer que se puede actuar sin necesidad de acudir al Padre. Esto sería una acción de mal hijo. Precisamente, el mal hijo es juzgado con desprecio por el olvido en que tiene a sus padres, vive ignorándolos, como si no fueran suyos.
«No quieras ser mayor» (Camino, 870). Mayoría de edad, llena de malicia, en la que el egoísmo puede llegar a borrar la figura del padre vigilante que espera a su hijo.
Si es que en nuestra vida ha existido este tropiezo, si durante algún tiempo hemos crecido olvidándonos de dónde nos venía la gracia, ¿qué podemos hacer? Volver otra vez, llamar para que el corazón del Padre vuelva a recibirnos.
La filiación divina, el sentirnos de verdad hijos de Dios nos ayudará a actuar con serenidad, porque en el fondo todas nuestras acciones van encaminadas a reconquistar el amor del Padre.