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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Madre de la Iglesia (2 de 2)
Los discípulos del Señor ya poseían el sentido de Iglesia católica, universal, en aquellos comienzos. Era un afán que les hacía ver con mirada de fe lo que sería realidad a lo largo y hasta el final de los tiempos; lo que sólo transcurridos tres siglos testificaría Tertuliano: «Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado y el foro». Los Apóstoles, junto a la Madre, ya comprendieron y vivieron lo que es y será siempre esencial de la Iglesia: No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales. María lleva a Jesús, y Jesús es primogenitus in multis fratribus, primogénito entre muchos hermanos.
Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas.
«Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo —explica Juan Pablo II—, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con María, la madre de Jesús, para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero». Por eso, ayudados por la Virgen María y guiados por el Espíritu Santo, para los hijos de la Iglesia hasta esas facetas que podrían considerarse más privadas e íntimas —la preocupación por el propio mejoramiento interior— no son en realidad personales: puesto que la santificación forma una sola cosa con el apostolado. Nos hemos de esforzar, por tanto, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia, ya que no podríamos hacer el bien y dar a conocer a Cristo, si en nosotros no hubiera un empeño sincero por hacer realidad práctica las enseñanzas del Evangelio.
Impregnados de este espíritu, nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre.
Cada uno de nosotros, en su puesto, santificando su deber con el cumplimiento fiel de la voluntad divina, ha de sentir la responsabilidad de ser hijo de la Iglesia católica: «Nosotros somos la Santa Iglesia —dice San Agustín—; pero no he dicho nosotros como si me refiriera a los que estamos aquí, a los que ahora me habéis oído. Lo somos cuantos, por gracia de Dios, somos fieles cristianos en esta Iglesia, esto es, en esta ciudad; cuantos son tales en esta región, en esta provincia, y aún más allá del mar, y hasta todo el orbe de la tierra... Tal es la Iglesia Católica, nuestra verdadera Madre».
Movidos por esas ansias universales, los cristianos engrandecen el corazón y se vuelcan en los que están junto a ellos: los problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad cristiana debe encontrarse muy metida en lo hondo del alma, de manera que ninguna persona nos sea indiferente. María, Madre de Jesús, que lo crió, lo educó y lo acompañó durante su vida terrena y que ahora está junto a Él en los cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres.
Cristo estableció la Iglesia santa como «signo e instrumento de la unión íntima de todo el género humano», dice el Concilio Vaticano II, y para conservar la unidad de ese Pueblo adquirido con su Sangre, Jesucristo «puso a la cabeza de la Iglesia un jefe supremo, a quien toda la multitud de los cristianos permaneciera sometida y obediente». Para ello, aunque el Señor, «desde lo alto del Cielo, eterna e invisiblemente continúa protegiendo y dirigiendo su Reino, como ha querido que ese Reino fuera visible, ha debido designar a alguien que ocupe su lugar en la tierra»; y para ello nombró a San Pedro y a sus sucesores en el Primado.
Lo mismo que entonces María estaba junto a Pedro, en primer lugar, como cabeza del colegio apostólico, ahora la Madre de la Iglesia cuida especialmente al Pastor de la cristiandad. Conducidos por Ella, sus hijos vivimos con mayor facilidad la unión con el Romano Pontífice. Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el ViceCristo en la tierra, para el Papa.
Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre.
El Papa es raíz de la unidad de la Iglesia, su más firme baluarte; afirma el Concilio Vaticano II: « El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles». La Virgen tiene un papel esencial en esa unidad de la Iglesia; María edifica continuamente la Iglesia, la auna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabera visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos.
Por ser la Madre de la Iglesia, cuida de la santificación de cada uno de los cristianos, avivando la caridad fraterna y conduciéndonos a los Sacramentos instituidos por su Hijo. Y por ser administradores de los Sacramentos, la Virgen Santísima pide por la santidad de los sacerdotes. Hemos de ayudarle en esa misión materna. La Iglesia necesita —y necesitará siempre— sacerdotes. Pídeselos a diario a la Trinidad Santísima, a través de Santa María.
—Y pide que sean alegres, operativos, eficaces; que estén bien preparados; y que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas.
Lo mismo atiende a cada uno de los cristianos, sus hijos, que de un modo natural responden a su solicitud de Madre. Da alegría comprobar que la devoción a la Virgen está siempre viva, despertando en las almas cristianas el impulso sobrenatural para obrar como domestici Dei, como miembros de la familia de Dios.
Seguramente también vosotros, al ver en estos días a tantos cristianos que expresan de mil formas diversas su cariño a la Virgen Santa María, os sentís más dentro de la Iglesia, más hermanos de todos esos hermanos vuestros. Es como una reunión de familia, cuando los hijos mayores, que la vida ha separado, vuelven a encontrarse junto a su madre, con ocasión de alguna fiesta. Y, si alguna vez han discutido entre sí y se han tratado mal, aquel día no; aquel día se sienten unidos, se reconocen todos en el afecto común
Santa María es Madre y modelo de la Iglesia, que «contempla en Ella, como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser». La Virgen ama y cuida la Iglesia, la Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa —en la tierra y en el cielo— alabándola como Madre.