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20 mayo 2025

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid

PIDEME.
Leemos en el libro del Eclesiástico: «Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable».
Ya hemos comenzado la amistad con Dios. Le hemos conocido y, debido al trato que tenemos con El, reconocemos su voz y su presencia en las cosas y en las situaciones. Detectamos cuando espera de nosotros algo y no reparamos en darle lo que nos pida.
La auténtica amistad se consigue en ese roce mutuo en el que se van conociendo, con naturalidad, las aficiones, las preocupaciones, las tristezas y las alegrías del amigo. El amigo está siempre presente cuando la amistad lo llama. No repara en nada, no piensa si tiene tiempo o no, si aquel momento es o no el ade-cuado, para salir en busca de lo que desea el amigo.
A veces, ni siquiera son necesarias las palabras, con un gesto o con una mirada ya se ha captado el deseo. En otras ocasiones, se busca al amigo para poder desahogarse con él, se busca el consejo porque se tiene conciencia de que es desinteresado. Por algo dice el libro del Eclesiástico que el precio del amigo es incalculable.
Nuestro gran amigo es Cristo. A pesar de la enorme diferencia que hay entre Cristo y nosotros, la Amistad misma, Dios, se llega hasta nosotros para decirnos: pídeme.
Aunque ya conocemos el amor de Cristo a los hombres, nos sorprende que Dios nos diga: pídeme.
A través de los versículos del Salmo hemos ido viendo la Misericordia que Dios tiene con nosotros. Nuestra vida no es precisamente una correspondencia a sus deseos, nos hemos rebelado muchas veces, hemos caído en el pecado, hemos desoído las advertencias que nos iba haciendo.
Sin embargo, ahí sigue escrita esa frase que nos ha dejado perplejos: pídeme.
Es la voz ansiosa del amigo que está dispuesto a concedernos lo que le pidamos. Son momentos en los que, confusos ante tanta generosidad, no sabemos qué hacer. ¿Qué podemos pedir? No sale de nuestro interior ningún deseo que nos parezca que vale la pena.
Nos encontramos en la misma situación que los apóstoles. Como ellos, seguimos a Jesús día y noche. Escuchamos su palabra y nos consideramos sus amigos íntimos. No queremos separarnos de El. No nos cansa su continuo caminar por pueblos y aldeas. Entendemos que quiera dar a conocer la doctrina del amor. Mantenemos con El conversaciones profundas y recibimos, como ellos, esa palabra divina que nos marca el camino.
Hasta ahora, no hemos hecho otra cosa que recibir sus dones, hemos mantenido su atención, ha estado preocupado de nosotros. Nos ha explicado las parábolas cuando no las entendíamos. Por eso, nos hemos quedado atónitos ante su palabra: ¡pídeme!
Reconocemos nuestra ignorancia y creemos que es el momento de poner el corazón en manos del Señor para que haga lo que quiera con él. ¿Cómo podemos negar algo a quien constantemente nos da?
Es tanta su generosidad, que llega a enseñarnos cómo debemos pedir.
Tenemos la sensación de que se ha parado el tiempo, no queremos perder ni una sola palabra de lo que el Señor va a decirnos. Nos va a enseñar a pedir, haciendo oración a su Padre-Dios.
Es la oración que nos dejó como modelo. En ella se encierra todo lo que de verdad podemos necesitar.
Sentimos la misma ansiedad que aquellos doce apóstoles, mantenemos la misma postura que ellos, queremos decirle a Dios-Padre que estamos llenos de deseos de amor, y que no sabemos: Señor, enséñanos a orar. Jesús nos deja repetir dos veces la misma frase. Como conoce el fondo de los corazones y la rectitud que nos anima, su respuesta es inmediata: Cuando queráis orar, decid: Padre nuestro.
Vamos a aprender una oración que nos invita a profundizar en cada una de sus frases, ya grabadas en el corazón.