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15 mayo 2025

La Eucaristía

Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004

Præsta meæ menti de te vivere, et te illi semper dulce sapere
Vivir de Cristo
«La carne de Cristo, en virtud de su unión con el Verbo, es vivificante».
San Lucas escribe: «Toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6, 19).
También el Pan eucarístico es no sólo pan vivo, sino vivificante, que da la vida divina en Cristo. Al recibirlo, cada uno puede decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20).
Præsta meæ menti de te vivere... Esta estrofa nos invita a que todo en nosotros se alimente de vivir siempre de Cristo, a asumir una conducta completamente fiel a su amor, a gustar perseverantemente de sus dulzuras: que nuestro gozo y nuestro "gusto" estén en Cristo, que vayamos a Él «como el hierro atraído por la fuerza del imán».
Este deseo sincero, esta petición, ayuda poderosamente a anhelar y a cuidar la unidad de vida; con otras palabras: no tener más que un Señor en el alma (cfr. Mt 6, 24); no buscar más que una cosa (cfr. Lc 10, 42), y someterse totalmente a un solo Amor, que es Él; no querer sino lo que quiere Dios, y acoger lo demás porque Dios lo quiere y en el modo y medida que Él lo dispone; estar tan identificado con Cristo, que el cumplimiento de su Voluntad se revele en la criatura como característica esencial de la propia personalidad.
Significa poseer «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5); y, para lograrlo, pidámoselo a Él, como San Josemaría: «Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma».
Los cristianos no hemos de olvidar que, con el Señor, omnia sancta, todo es santo; sin Él, mundana omnia, todo es mundano.
No nos dejemos engañar por la falta de amor, que se oculta tras una apariencia de naturalidad, para no arrostrar con decisión —por amor— las consecuencias de la fidelidad a Cristo.
Nuestra relación con Dios sólo puede construirse sobre el único modelo que es Cristo; y debemos ver con claridad que la relación de Jesús con su Padre brilla por su total unidad: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30).