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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
«Mi Señor» (1 de 2)
Como se rompe y se deshace el pequeño nido de seda al surgir la mariposa, se ha deshecho ante mis ojos el poema del Cantar delante del sepulcro entre las lágrimas de María. La escena que ahora contemplamos va mucho más allá de lo que hubiera soñado el autor humano de aquel poema. Cuando la Amada preguntaba por «el amor de mi alma», buscaba a un hombre vivo. También la Magdalena busca al que vive por los siglos, pero, en el momento en que nos hallamos, aún no lo sabe. La grandeza de espíritu de esta mujer, sólo asequible a quien de verdad entiende de amor, brilla hasta deslumbrar si consideramos que, al referirse a «mi Señor», ella tiene pleno convencimiento de que está preguntando por un cadáver. No es que haya desviado el amor y la veneración que sentía por Jesús de Nazaret hacia las reliquias de su cuerpo mortal. El espíritu insaciable de María no se conforma esta mañana con reliquias. Es que su forma de amar nunca entendió de distinciones sutiles entre cuerpo y alma. Para ella, hebrea de nacimiento, acostumbrada a amar como amó siempre el pueblo elegido, Jesús de Nazaret es su carne, sus ojos, sus labios, sus manos y sus pies. Vivo era su Señor, y muerto lo sigue siendo. El amor en que se abrasa María Magdalena es un amor esencialmente carnal, que no sabe manifestarse, crecer o expresarse fuera de la carne misma. Así amó a Dios Israel durante siglos.
El pueblo judío es profundamente carnal. Todos sus sentimientos, tal y como han permanecido expresados en la Biblia, nacen, viven y se alimentan carnalmente. Cuando echa de menos a Dios, es su carne la que sufre por no poder sentirle cerca:
Mi alma se consume y anhela Los atrios del Señor,
Mi corazón y mi carne Retozan por el Dios vivo (Sal 83, 2).
De este modo, la ausencia corporal de Dios en el mundo la sentirá Israel como una enfermedad, como una herida en la carne:
Mi carne tiene ansia de ti Como tierra reseca, agostada, sin agua (Sal 62, 1).
A este pueblo que languidecía por no poder tocar a Dios, Yahweh sólo podía responderle, en su propio lenguaje, con la Encarnación. La frustración causada por el pecado sólo podía resolverse cuando un hombre corpóreo pudiera tocar a un Dios también corpóreo. Si la tristeza se vivía como una enfermedad, la alegría de la salvación, necesariamente, habría de ser un goce sensible. Emisario de esta alegría, San Juan expresará la noticia diciendo:
Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (1 Jn 1, 1).
El gozo emanado del acontecimiento de la Encamación no era el fruto espiritual de una reflexión sobre el «tema» del pecado y el alcance de la humillación del Hijo de Dios. La alegría de recibir a Dios hecho hombre se manifestaba en que los ciegos veían, los cojos andaban y los mudos hablaban: era una alegría carnal que la misma naturaleza manifestaba carnalmente. El único escenario posible para una aventura amorosa en Israel es la carne: la carne ama y queda sanada; odia o se entristece y enferma. No hay más; no existe el amor a distancia ni los romances por correo, y nada más incomprensible para un judío que una relación platónica. Todo el acontecimiento amoroso tiene lugar en la carne.
De esta forma de vivir y de amar es heredera María de Magdala, y, por ello, el ansia que taladra su corazón mientras llora a las puertas del sepulcro puede expresarse en una sola frase: quiere ver el rostro de Jesús; vivo o muerto, ya no le importa; quiere consolar sus ojos llorosos con la visión de los rasgos de la faz del Nazareno.
Sin saberlo, sin ni siquiera presentirlo, está siendo la voz viva de un ansia hebrea de siglos:
Como busca la cierva corrientes de agua así mi alma te busca a Ti, Dios mío; tiene sed del Dios, del Dios vivo.
¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (Sal 41, 2).
El rostro de Dios... Es un atrevimiento supremo pedirle a Yahweh, el Dios escondido y misterioso, que muestre su rostro. Y, sin embargo, para el hebreo es una obsesión; la lleva grabada a fuego en el alma, y no puede renunciar a ella.