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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El camino de vuelta al Monte Calvario
La soledad se le ha vuelto insoportable, y aquella alcoba que horas antes había sido testigo silencioso de una dicha inmensa, ya inundada en las tinieblas, se le ha vuelto el lugar más inhóspito. Cuando él estaba, todos sus sentidos y potencias, su cuerpo y su alma, encendidos por un amor irresistible, buscaban jubilosos su cercanía, como atraídos por un imán fortísimo. Y, ahora que él no está, ahora que la noche ha cubierto la tierra, son el dolor y la nostalgia los que la encienden, y de nuevo todo su ser está en marcha. Incapaz de permanecer sumida en un llanto inútil, rompe la puerta de la alcoba y sale a la calle. No tiene sentido: él podría estar en cualquier parte, quizá muy lejos de allí. No sabe dónde buscarlo. Su persecución será una locura, porque él no ha dejado pistas y ella no le vio marcharse.
Pero es un corazón dolorido el que la mueve, y mil prudentes razonamientos no podrán frenar jamás la herida del amor. Cuando quiere darse cuenta, la puerta de su hogar se ha cerrado, y ella se encuentra en medio de la noche más fría. Como quien ha perdido el sentido, irá de calle en calle y de plaza en plaza; escrutará los rincones y tratará de mirar por detrás de las rejas, pegando el ojo a las celosías, como si cada palmo de terreno pudiera esconder una huella de su amado. Cada vez le quedan menos fuerzas, cada vez siente más el frío, cada vez es más fuerte el dolor. Ya poco le importa que los moradores de las tinieblas la miren con extrañeza, o que hagan muecas de burla. Antes le hubiera molestado, antes de recibir la herida. Pero ahora esa herida es, para ella, lo único real. Durante unas horas vivió tan sólo para el amado, y ahora se desvive para echarle de menos.
Pedro ha vuelto abatido del sepulcro. Los nervios y la zozobra de los demás, ante el relato de Simón, han dado paso a una sensación de derrota que pesa sobre cuerpos y almas. Nadie se atreve a pronunciar palabra. María Magdalena se levanta y se marcha. Si algún prudente intentó detenerla, de nada sirvió. De nuevo la tenemos, como horas antes, aunque ya a pleno día, camino del Monte Calvario.
Aparentemente, esta segunda visita es un absurdo; a estas horas de la mañana, nadie puede ya dudar que el cuerpo de Jesús no está en la tumba; y si la causa de esta ausencia es, como parece, el robo, hay motivos más que sobrados para suponer que cualquier discípulo del Nazareno está en peligro. Por otra parte, el Monte de la Calavera no era un lugar agradable para pasar aquellas horas de desgracia: allí habían asesinado al Maestro y luego habían profanado sus restos. Ya no quedaba nada en aquel Monte más que la huella de un dolor terrible. ¿Por qué ir allí a sufrir más?
A lo largo de esta mañana, contemplaremos un movimiento inverso, cuando meditemos sobre aquellos dos discípulos que caminaban hacia Emaús, alejándose de Jerusalén. A los ojos de la prudencia humana, lo correcto es, una vez terminada la partida, aun con derrota, abandonar el terreno de juego. En el fútbol, tras la consecución de una gran victoria, es el equipo vencedor el que retorna al campo, para ser aclamado por su hinchada y mostrar triunfante el trofeo obtenido. Incluso se les ve besar el césped, las porterías... Todo ese terreno se les ha vuelto parte de una victoria, de un gozo que desean prolongar. Sin embargo, los vencidos abandonan el campo tan deprisa como el decoro se lo permite. El olvido es el bálsamo de la derrota.
Y, contra toda lógica, María Magdalena vuelve al escenario del fracaso. Necesitamos comprender y meditar este movimiento sorprendente para descubrir la hondura de un amor nuevo, misterioso, sembrado por el mismo Dios en el corazón de aquella criatura. María de Magdala es una mujer fascinante, porque no es una derrotada. Ni la muerte ni el crimen han conseguido apagar el fuego que ardía en su alma, porque de él estaba escrito: «es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el seol la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama de Yahweh. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo» (Ct 8, 6-7). Para esta gran alma, la partida aún no ha terminado; ella exige una prórroga.
Sorprendentemente, el escenario de la Pasión y del supuesto ultraje póstumo de su Señor, se ha convertido para ella en un lugar deseable. Casi dos mil años después, María es la respuesta a todos aquellos que, guiados por la prudencia humana, se preguntan el porqué de la predicación sobre la Cruz. Sus pasos apresurados camino del Gólgota (¡las prisas, una vez más!) desvelan cómo el Amor convierte en dulce el dolor más amargo. Un encuentro amoroso deja marcado para siempre, en el alma de los amantes, el escenario en que ha tenido lugar. Un banco de un parque, un árbol, una iglesia desvencijada, se convierten de por vida en lugares únicos, llenos de resonancias gozosas, cuando han sido el escenario del primer beso, de una declaración de amor o de la celebración del matrimonio. Es como si la alegría de aquellos momentos hubiera perfumado el aire, la madera, las piedras, con un aroma que el tiempo no pudiera disipar.
María Magdalena estuvo junto a la Cruz del Señor, y presenció su sepultura. En aquel lugar se sintió amada como nunca lo había sido. Y ahora, cuando ese amor se ha vuelto herida, ya no sabe ir a otro sitio, no conoce otro lugar donde llorarla. Su amado se ha marchado, y ella no sabe dónde está; pero el dolor causado por ese mismo amor le llevará certeramente a su encuentro. Precisamente porque había pasado todo aquello, el Monte Calvario es el lugar del mundo elegido por la amada para vivir el amor, incluso cuando el amor sangra.
No me cansaré nunca de meditar cómo la Cruz se ha convertido, desde que en ella padeció nuestro Salvador, en refugio para el cristiano que sufre. Ante María Magdalena se abrían, en aquellas horas terribles de soledad, dos caminos: o llorar su pena entre el desaliento y la incredulidad de los apóstoles, o derramar sus lágrimas en la fuente misma donde nació esa herida de amor. La primera opción se le hacía insoportable, como lo es el sufrir en tierra extraña. Sin embargo, la segunda, quizá más dolorosa por la frescura del recuerdo, suponía quedarse a solas con la huella del Amado, buscando su presencia, y encontrar refugio en una tierra que ya se había convertido en intimidad. En el lenguaje de los salmos, lo que hace María Magdalena se llama refugiarse bajo las alas de Dios:
«bajo sus alas te refugiarás» (Sal 90, 4).
Y, desde el sufrimiento de esta alma desgarrada en una herida de amor divino, entendemos que las alas de Dios son los brazos abiertos de Cristo en la Cruz, y que en ellos, compartiendo las ya entrañables llagas del Salvador, encuentra refugio el cristiano herido, cuando no quiere, no sabe ya ser consolado por el bálsamo envenenado que las criaturas le ofrecen.
«Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda; pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza» (Sal 140, 5).
A partir de ese momento, muchas almas que se han sentido arrebatadas de amor contemplando la Pasión de Cristo, han descubierto que la Cruz se les volvía sumamente dulce, aun sin perder ni un ápice de su dolor. La Magdalena no ha estado jugando un partido de fútbol; ella ha vivido la única experiencia que en su vida mereció el nombre de Amor. Y en su corazón roto, pero no vencido, en ese corazón que busca insaciable al ser amado aun después del golpe seco de la muerte, está escrito, aunque ella no sepa leerlo, que en la aventura de su vida aún no se ha escrito el punto y final.